26 nov 2009

Sacate unas fotitos patito

Mi estimado amigo Germán de las Mercedes Cárdenas Musante posee múltiples características que hacen que valga más que su peso corporal en oro, entre ellas su carácter nómada, característica que no practica con medias tintas y que lo ha llevado a traspasar las fronteras de nuestra benemérita y nunca bien ponderada Argentina en ya varias oportunidades, con algunos "denominadores comunes".
En esta oportunidad este sancristobalense se encuentra apostado en la llamada Madre Patria, más específicamente en la ciudad de Zaragoza, con motivos aparentemente académicos dentro de su profesión de arquitecto. Este viajero aficionado a las becas de intercambio me ha hecho llegar más de 90 fotografías que certifican su contínuo ritmo de estudio y un pormenorizado foco en la arquitectura de Zaragoza, ciudad tan llena de contrastes que sin nigún lugar a dudas es bastante similar a San Cristóbal, sobre todo en los modelos de autos que he podido observar.
A continuación verán un poco de Zaragoza desde los ojos de Patito. Como la cantidad es demasiada para un solo post si están interesados en ver más (cosa que recomiendo) pueden clickear en la presentación colgada a su derecha, si la compu me deja.





24 nov 2009

Postales

Por Ricardo Gutman

Para los que no lo conocen, estas son unas fotos del Área Industrial de San Cristóbal, una postal nueva de la ciudad.
Nada por aquí.....




Nada por allá....


 No comment.

P/D: De ahora en más comenzaré a postear estas postales sancristobalenses, si tenés alguna que quieras compartir mandalas a ricky.gutman@gmail.com




15 nov 2009

Filosofía



Imagino que han visto este comercial de Coca Light, no?. Así estamos. No comment.

P/D: Debo reconocer que ese puchero me mata y que es verdad, necesitamos más grandulones.

11 nov 2009

Lapachos

La Vero le escribió a los lapachos hace tiempo y aquí va su poesía. Gracias Vero (espero haber editado bien la poesía)


Lapachos

Cuando miro los lapachos en desmesura
pienso en la señora-primavera
de abultado vientre florecido
que prodiga sus dones en el cuadro
del señor maestro Boticelli....

(Para Coca, en gratitud por la gracia de sus lapachos en flor)

No en todas las casas
desmesuran así
los árboles amantes
porque está claro
que ellos saben
en dónde  derramar   su alquimia rosa
en dónde  desatar     lujurias nuevas.
No en todas las casas
desmesuran así
los árboles amantes...
no asoman en las tapias de los necios
ni frente a estériles ventanas
de señoras castas y compuestas
no en el patio de los señores-hongo
no en las axilas del que saca cuentas
no en los jardines de la hipocresía
ni en las ventanas de la indiferencia
no en todas las casas
desmesuran así
los árboles amantes
hace falta urge se requiere
ofrecerles la piel    y la mirada
los brazos los senos las caderas
el alma los sentidos
las primeras y las últimas ideas
el tiempo la sed y los recuerdos
la voz el paso la cadencia
el grito el silencio y el destino
la vida total     llena de urgencias.

                               Verónica M. Capellino

Agonía de un rey

Por Ricardo Gutman

No puedo dormir con esas lágrimas goteando encima de mí”
No más lágrimas. Héroes del silencio
I
Nadie sabe bien cuantos años tenían. Cuando mi padre compró el terreno de mi casa ya eran los vecinos más importantes de la manzana. La Coca calcula con lágrimas que el más grande debe tener unos ciento cuarenta años. Por lo menos. El otro unos cincuenta. Todavía habla en presente la Coca. Ya estaban allí cuando se instaló en la ochava y por lo que ella dice la abuela de la tía Haydeé había traído al primero. Toda una historia. Estamos hablando de mucho tiempo.

Siempre fue admirable verlos. Su realeza se divisaba desde lejos. No se podía no mirarlos. Cuando uno avanzaba por la Hipólito Irigoyen camino a la Trabajadores se alzaban imponentes las copas de los lapachos, padre e hijo juntos, vigilantes e indiferentes. Cuando la primavera llegaba lo hacía siempre primero en sus hojas y cuando se iba el verano la vereda se pintaba de rosa. Siempre hubo otros árboles en la cuadra, en el barrio mismo. Pero no existirán otros como los lapachos de la Coca. El más viejo parecía querer resistirse al olvido. Dicen que el que avisa no traiciona.         

De los dos, precisamente el más viejo fue el que más quise siempre, quizás por la cercanía, porque siempre me dio sombra o porque fue el que adornó mi patio de flores caídas, el que me arruinaba el agua de la pileta o por ser el responsable de algunos de mis miedos. Nuestro primer encuentro, del primero que tengo recuerdos, fue poco prometedor. No porque fuese su culpa, sino porque como testigo involuntario del hecho poco pudo hacer, no porque fuese su intención, sino porque era, digámoslo así, su naturaleza misma.

Habrá que esperar un tiempo pero hay cosas que no volverán, ni las alfombras rosadas en el césped ni los pasos crujientes delatores, ni los caminos de cemento bordeados de lágrimas de verano. El retoño que crece en el centro del patio es todavía muy joven para saberlo. Es otro árbol más a la lista que de larga ya preocupa, no es el primero pero espero que sea el último. Era mejor cuando era pibe.

Como muchas cosas que nunca hice, escalarlo quedará como una cuenta pendiente. En lo que a mí respecta estuvo ahí toda la vida, así que es todavía peor. Hoy me di cuenta que extrañaría cosas simples que todavía no dejaron de ser, que todavía están pero que ya no. No me puedo acostumbrar a estas cosas por más que pase el tiempo. Siempre fue inmenso, poderoso, imponente, invasor, tímido, eterno. Digo siempre porque desde que lo conozco siempre fue así, salvo en los últimos tiempos, en los que la Coca tuvo que vender el patio. Quizás también se volvió profético por esa seguridad que dan los años. Seguro que fue pequeño, apenas un brote, pero yo no lo conocí así. Para mí fue siempre el que és, por más que se haya esforzado en pasar desapercibido por mero instinto de conservación.

Recuerdo el encuentro con una amarga cicatriz en la barbilla, una marca que no se irá jamás. Estábamos mi hermano, el Ale, el Martín y yo en el patio de la Coca, jugando a algo cuyo objetivo era saltar la mesa de material adornada de retazos de mosaicos. Los chicos saltaban, de lado a lado, tratando de llegar lo más lejos posible, tanto en distancia como en altura. Llegó mi turno y encaré con la vehemencia propia de mis cinco años y haciendo temprana gala de mi torpeza habitual me rompí la crisma contra el borde de la mesa, cortándome el mentón de lado a lado, cuando resbalé en el asiento que oficiaba de trampolín. El miraba, desde arriba, mientras yo dejaba mi sangre en sus raíces y mis lágrimas en el pasto. Eso fue hace más de veinte años. Hace poco me devolvió la atención.

II
La mañana de ese sábado había empezado al revés. El ruido de la motosierra me despertó temprano, justo cuando había decidido no salir el viernes y dormir hasta tarde el sábado para recomponer el sueño atrasado. Me desperté mal, fui hasta el patio, vi al tipo colgado del árbol y maldije la mala noticia. Intenté tirarme un rato en la cama pero no pude pegar un ojo el resto de la mañana. La imagen sin rostro del hombre que se empeñaba en matar los lapachos me asaltaba una y otra vez, sin descanso. Pensé en las opciones y posibilidades que llevaron a la Coca a vender el patio y entregar los árboles de esa manera, aún a sabiendas de que no existe nadie como ella que ame tanto a esas plantas. A duras penas logré comprenderla, sobre todo porque entendí que si no es fácil para mí aceptar la ida de los lapachos, menos lo será para ella. Desayuné unos mates, bastante tarde, y me puse a leer con el motor de la motosierra de fondo. Mentalmente empecé a hacer una lista de todos los árboles que me fueron talando desde pibe. Siempre hay uno suelto dispuesto a talarte los árboles.  

Seguramente lo habrá hecho alguna que otra vez, como todos llegado el caso, pero en esas ocasiones estoy seguro que no nos dábamos cuenta porque no habíamos mandado a hacer el contrapiso de material y los fluidos se habrán mezclado con la gramínea. Si para algo sirvió el contrapiso me alegro que haya sido para esto. Para al menos darnos cuenta. La primera en percatarse fue mi madre, de manera accidental, en una de sus habituales excursiones al patio. El contrapiso estaba manchado de pequeños círculos negros, justo en el espacio de sombra que el lapacho ocupaba en el patio, en las inmediaciones del asador, sobrando el tapial que nos separaba. Quizás si no hubiera vestido la musculosa no me hubiese sido posible entender que pasaba. Mientras intentaba dilucidar el origen de las manchas dos gotas cayeron sobre mi hombro, formando una línea negra, espesa, sobre el comienzo mi brazo derecho. Miré para arriba y entendí que el árbol lloraba. Se lo dije a mi vieja que entró a la cocina sin decir nada y yo me quedé en el patio mirando crecer las manchas en el cemento.

Era el principio del fin. Ya nada sería igual. El árbol entendía que estaba pasando. Todavía no era su turno pero la motosierra había podado de manera grosera su acompañante, ese que creció a su lado, retoño suyo, durante toda la mañana. Pronto le tocaría a él. Empecé a imaginar cómo serían las cosas una vez que ya no esté, cómo cambiaría la perspectiva de la rutina, de las cosas establecidas como normales. ¿Cómo sería entrar a mi casa y no ver la copa de los lapachos apenas abierta la puerta del pasillo? ¿Otra pared más? ¿Los tanques de agua reinarán en los aires? Desolado paisaje de antenas y de cables ¿Qué será de los gatos y los pájaros? Entonces comencé a extrañar mientras las lágrimas del lapacho caían sobre mí.

Sin poder evitarlo, las preguntas aparecían mientras avanzaba la siesta. Ya las tormentas no serán lo mismo ¿Quién arañará ese cielo nocturno naranja cargado de humedad? ¿Cambiará la voz del viento? ¿Cómo sabré cuando termina la época de heladas? ¿Quién se encargará de ponerle límites al sol? El árbol lloraba y yo debajo de él intentaba entender porque pasan estas cosas, bañado en una savia negra que cubría lentamente mis brazos. De vez en cuando se oía el ruido seco de una rama quebrándose cayendo al suelo o al techo de mi dormitorio. Los gatos del barrio improvisaron una platea en el techo del asador y miraban atónitos como el árbol contiguo menguaba con el correr de la tarde. No sé cuantas horas pasé bajo esa copa, mirando llorar al árbol que se despedía mientras la motosierra comía a su hijo. ¿Qué otra cosa puede hacer esa máquina? Para eso le pagan. Pero los gatos no entendían y maullaban bastante parecido a un lamento.

III
Hoy ya no es nada, simplemente un montón de ramas amontonadas que se van secando. Basura que en el mejor de los casos se llevarán los municipales. Al volver de San Francisco me di cuenta que ya no estaba más. Hoy que ya no está no se puede ni caminar por la vereda de tanto sol que pega en los ojos, el patio es un baldío, el cielo ya no tiene nadie que lo arañe y quien sabe que crecerá en ese lugar. Si es una casa podría llegar a tomarlo como una transformación o algo por el estilo, si eso degenera en algún local comercial me preguntaré para qué. De lo único que puedo estar seguro es que cuando las paredes crezcan yo recordaré que ese lugar en otro tiempo fue otra cosa. Y de un concierto de gatos a las tres de la tarde.

2 nov 2009

El corte

Por Ricardo Gutman

AVISO: el calor puede haber afectado la cronología de los hechos. Incluso los hechos mismos.

Desperté, por primera vez, a eso de las nueve, y fui a la heladera en busca de un sorbo de agua. Cómo nunca, cerré la heladera con la velocidad propia de un jamaiquino. Me fui a acostar y todavía faltaban cuatro horas para que vuelva la luz, según el corte programado. Para las dos de la tarde y después de dos viajes más a la heladera, las sábanas eran un verdadero enchastre. Me levanté y saqué la ropa de cama, llevé el colchón al patio. El sol me quemaba en los brazos. Ya la luz había vuelto y fui por tercera vez a la heladera, a buscar algo de comer y de tomar. El agua no se había enfriado. Las gotas se deslizaban sobre el rostro. Puse la mesa. Arroz frío con bifes fríos. Prendí el tele y me puse a mirar no sé que película. Puse el ventilador al máximo. La casa estaba a oscuras. Cuando el ventilador comenzó a menguar comprendí.  Para las tres de la tarde empezó a regir la primera ley de Murphy. Si algo puede salir mal, saldrá mal.

Caminé hasta el kiosco y comprobé que tampoco había luz. Como es costumbre, ni una sombra invadía la Trabajadores. El sol destrozaba los ojos. La remera se adhería al pecho poseída de una húmeda vehemencia. Volví a casa. Cómo no había nada que hacer acomodé el dormitorio. Ordené libros, guardé ropa. Así se me habrá pasado una hora. Mi mamá, Carlos y mi abuela dormían. Abrí el frezzer. Todavía quedaba hielo. El bidón de la Copos agonizaba. Eso y dos botellas de agua en la heladera era lo único de líquido en el lugar. Comprendí que debiese haber hecho eso antes, así ahorraba un viaje al kiosco. Compré un sobre de jugo. Las gotas se deslizaban sobre el rostro. Un cansancio de mí se pegaba a mi piel. A las cuatro de la tarde decían que para las siete volvería la luz. Esperé a que todos despertaran y cebé dos jarras de tereré. Se hablaba lo justo y necesario. Todos decían qué calor.

Para las cinco y media intenté continuar con El doble de Dostoievsky. Diez páginas después el libro se recostaba sobre los tirantes de mi cama, abierto de par en par, y yo, en los mosaicos, buscando algo de fresco. Las gotas se deslizaban por el rostro, mojando el piso. Pensé en Esperando la carroza. “Decí que no perdimos a la Lala” me dije. Me levanté presuroso y busqué a la abuela. La Lala estaba sentada en el comedor, aburridísima. Le di un beso en la cabeza y volví al piso del dormitorio. Una frase que leí alguna vez me asaltó. “El calor degrada al ser humano”. Creo que la dijo el Puma Goyti. Que mejor muestra que este botón en el piso del dormitorio.

“Salvando las grandes diferencias entre las que debo incluir equipos electrógenos y autos con aire acondicionado, un corte de luz de veinte horas nos transforma a todos en iguales. No importa que tu vecino tenga aire acondicionado hasta en el baño y que uno tenga un ventilador de morondanga para toda la casa, si se corta la luz no hay tu tía, nos transformamos todos en los mismos sujetos insufribles e insoportables, para peor un domingo a la tarde. Da absolutamente lo mismo. Todos compartimos el mismo sufrimiento. Lo que sí da envidia son las casas con pileta. De material, fibra de vidrio o una pelopincho. De cualquier cosa. Son una bendición”.

Mientras yo deliraba en la pieza, tirado, Carlos exprimía las últimas gotas del agua del bidón. En el kiosco no tenían agua. Eso ya lo sabía. La mochila del inodoro se había convertido en un problema de diez litros por carga. Las previsiones indicaban ducha chavista. Para más tarde. A las siete de la tarde la cosa seguía igual. Ni hablar de tomar mate. El éxodo comenzó tipo siete y media, cuando mi abuela cansada de aburrirse y de ir de un lugar a otro decidió volver a su casa para pegarse un buen baño. Mi mamá y Carlos decidieron salir a caminar y yo me quedé solo. Dormido. En el piso del dormitorio.

Cuando desperté, una media hora después, salí a la calle, ávido de noticias. Indicios de viento. Rumores en el kiosco. Que vuelve a las once. Que vuelve a las dos de la mañana. Que en jefatura avisaron que recién el martes vuelve la luz. Me incliné por la última versión y me sonreí. Me miraron raro. En voz alta imaginé como sería la cosa sin luz durante varios días, a mí humilde entender muy parecida a La Huelga General, ese hermoso cuento de Jack London. Me avisaron que ya pasó. Seis días. Y que no había pasado nada de lo que refería el cuento. Me desilusioné. Es mi tendencia natural. A todo esto la tía Belkis ya se había instalado en el alero con su silla y me saludaba como siempre. Prendí un pucho y me fui al baño.

La ducha me revivió un poco. Acababa de empezar a rodar la segunda ley de Murphy. Todo lleva más tiempo del que usted piensa. Ya cambiado, me senté en el patio de luz, en lo que antes fue una glorieta, a fumarme otro cigarrillo. Lentamente la noche iba cayendo, acompañada de una tímida corriente de aire que se dibujaba en las ramas del jacarandá del tío Roberto, el único árbol decente de la cuadra. Acostado en la dormilona, observé que el lapacho que era de la Coca está cada vez más flaco. Aplasté el cigarrillo en el cantero, me quedé un rato más en la dormilona y salí a la vereda, para hacer algo.

Ya avanzadas las sombras, la fila de autos alumbraba
la Avenida y parecía que las luces jugaban carrera. Los empleados del kiosco atendían prácticamente en la vereda. Adentro no se podía estar. Silvia tenía una cara imposible de describir. Vendió casi todo lo de bebidas. Ya no quedaban velas. Ni repelentes. Ni espirales. Alguna que otra pila. Pero perdió los helados. Para las nueve y media la noche estaba completamente presente. Con la suficiencia de un vidente pronostiqué robos, accidentes de tránsito, amores furtivos en la vía pública y familias comiendo en la vereda. Todo al mismo tiempo. Todos asintieron. Uno dijo que en el centro la pibada jugaba al carnaval. El aire corría y tomaba coraje a través de las ramas raquíticas de los árboles de la avenida y más de uno pronosticó tormentas. Por las dudas me quedé, para ver si pasaba, pero me sorprendió la madrugada esperando la luz.