28 oct 2009

Cansancio



Por Ricardo Gutman. Foto: Aldo Ojeda.

I
Pasan muchas cosas, es cierto, incluso en lugares cómo este, cómo el nuestro, lugares que parecen no pertenecer a ningún lugar, a ninguna provincia, a ningún país. Esa es la impresión: la provincia es un lugar que está al sur, comienza en Rafaela y termina en algún lugar cercano a Rosario; después de ahí no parece haber mucho más.
Nuestra extraña condición de ser parece condenarnos. Estamos tan atrasados que enerva de sólo pensarlo. ¿Se puede hablar con alguien qué no conoce mi realidad, qué no sabe dónde vivo, qué no se explica cómo hago para vivir como vivo? Entiendo hablar cómo compartir códigos, vivencias, cosas en común. A primera vista parece que no, es decir, no puedo hablar con alguien que no entiende cómo vivo, cómo hago para tomar agua si no tengo red domiciliaria de nada. Pero vivimos. Aprendimos a sobrevivir. Quizás ese es nuestro error.
Objetivamente creo que tengo más cosas en común con Santiago del Estero y con Chaco que con la provincia de Santa Fe. Y no es que esto se circunscriba solamente a San Cristóbal sino a una gran región olvidada. Otros lugares están peor que nosotros pero eso no es ningún consuelo, ni para mí ni para ellos.
Esa Santa Fe pujante y poderosa, la segunda economía del país, es una extraña criatura de soja que no reconozco, algo tan lejano para mí cómo para muchos otros; una Santa Fe que no puedo caminar porque aquí las rutas son un desastre, los caminos se abren y se mantienen cómo pueden y las maestras deben pagarse de su bolsillo el traslado hacia una escuela de campo a la que nadie llega si no fuera por ellas o dar clases en una plaza.
Yo conozco la Santa Fe de las promesas, la de los grandes augurios, las de las grandes esperanzas nunca cumplidas y de la de las grandes obras nunca realizadas. Conozco el patio trasero de la Santa Fe residencial, el depósito de esa casa donde se guardan los trastos viejos, los muebles rotos y las cocinas herrumbradas.
El señor gobernador ha dicho que Santa Fe es una provincia fragmentada y no se equivoca tanto; en realidad debería haber dicho que Santa Fe es una provincia descuartizada para ser más exacto. Es que llegado el caso las palabras disfrazan y confunden y necesitamos ser claros en estos temas: en esta provincia existen ciudadanos de primera, de segunda y de tercera. Lamentablemente.      
A veces creo que nadie parece saber en que país vive, en que lugar está parado. Parece que las cosas pasaran en otro lugar, en los grandes conglomerados. Yo vivo en el país de las deudas, ese que los grandes medios descubrieron gracias al dengue (miren lo que escribo: ¡gracias al dengue!). Esas cosas que no pasan también son noticia, la diferencia radica en la visibilidad, en la capacidad de ser visto, de llamar la atención.
Vivo en un país, en una provincia, invisible, que de vez en cuando llama la atención si pasa alguna catástrofe, alguna inundación, alguna sequía, algún brutal asesinato, algún caso en particular cómo el de este nene que no puede salir al sol. Con localidades de nombre particulares que algunos funcionarios no pueden nombrar pero que para mí son tan normales como nombrables. Vivo en un país que pocos conocen y muchos sufren. 

II
Estoy cansado, cansado de muchas cosas, pero más cansado estoy de que me ignoren. Que no te nombren. Que no sepan tu nombre. Que no sepan cómo se llama el lugar donde vivís, tener que explicar todo porque nadie sabe cómo llegar a tu pueblo, a tu ciudad, a tu comuna, a tu colonia, a tu paraje. Cansa; cansa mucho. Y enoja. Pero no es lo único.
Estoy cansado, entre otras cosas, de los razonamientos darwinianos, liberales, de muchos progresistas que parecen no haber ido más allá de La riqueza de las naciones. Estoy cansado de que me expliquen que estoy así porque debe ser así, porque estoy en un lugar no bendecido por el señor, sin agua y sin buenas tierras, cómo si eso fuera el condicionante de todo desarrollo. Que no puedo acceder a ciertas cosas que otros lugares poseen porque las estadísticas indican que cuantitativamente no conviene tenerlas, que es un gasto, y que por eso mi vida vale menos que la de cualquier otro.
Sospecho que el problema es que nos hemos acostumbrado, la historia misma, la aplastante lógica del pasado y del presente nos ha hecho ser lo que somos, aceptar lo que aceptamos y encima afirmar que la culpa siempre es de los otros. Aceptamos el saqueo o el abandono. Esa es nuestra parte de la responsabilidad y hay que hacerse cargo, algo habremos hecho.
Estoy cansado de tener la tentación de darle la razón a los derrotistas, a esos que andan por la vida diciendo que todo anda mal, que seguirá peor después y que no podemos esperar nada del futuro. Es que llegado el caso no se equivocan, es verdad, lo que ocurre es que siempre se centran en los aspectos descriptivos de la realidad y si es así a veces no queda otra que darle la derecha.
No hace falta mucho. Simple y apabullante, el razonamiento de estos profetas del pesimismo es tan obvio, tan pesado, que se pierde la fe en el futuro y en las palabras. ¿Qué se pude esperar cuando te dicen que recién en quince años se va a poder tener una red de agua potable? ¿Qué se puede esperar cuando el recorrido de un gasoducto cambia de un día para otro y nadie puede explicar el por qué? Lo decepcionante es que nadie se esfuerce por contradecirlos.
Después están los gurúes del cambio, esos sujetos que tienen las cosas tan claras que cuando uno le explica su realidad lo miran con esa cara de “pobre subdesarrollado, cuantas cosas le faltan y cuan atrasado está” y después se van a su casa a estudiar los problemas, discuten en grupo, organizan seminarios, realizan informes y conclusiones, reciben su paga y después forman otro grupo de estudio interdisciplinario de la complejidad social existente o solicitan alguna beca, si es en el extranjero mejor, para realizar algún posgrado que te tirarán por la cabeza en alguna conferencia para demostrar que en realidad el ignorante es uno. Y las cosas seguirán igual a pesar de los informes y las estadísticas.
Y por último están los locales, esos que siempre encuentran la justificación apropiada en la provincia, en la nación, en la situación económico financiera que aqueja al mundo, en la sequía, en las retenciones, en los sueldos, en el INDEC, en las desventajas regionales, en la poca capacidad de financiamiento y que se yo que otras yerbas; lo cierto es que siempre pasa algo y justo afecta por acá.         
Estoy cansado y soy relativamente joven. Tampoco los grandes centros están exentos de problemas, sería una estupidez obviarlos. No ignoro las desigualdades de las grandes ciudades, la pobreza de sus puertas de entrada y los problemas que tienen. Pero esos no son mis problemas. Mi problema es que no quiero que mi lugar termine así antes de tiempo.
La imaginación al poder rezaban los estudiantes parisinos del mayo francés, en ese año catalogado como la primavera del siglo. Imaginación por favor. Que a alguien se le caiga una idea. Mejor. Que a dos personas se le caigan dos ideas y que las lleven adelante.   
Sólo pido que alguien contradiga a la realidad con hechos y no con deseos. Sinceramente no sé cómo es vivir en la otra Santa Fe, la de los santafesinos, rafaelinos y rosarinos, la de las industrias, los campos y los tambos. No sé lo que es pertenecer a esa realidad. Perdonen mi ignorancia.

26 oct 2009

El viaje


Por Ricardo Gutman. Foto: Aldo Ojeda

Duro. Duro porque hay maneras y maneras de morir. Muertes propias, muertes lentas, sorpresivas, inesperadas, compartidas; muertes colectivas. Homicidios a gran escala. Quizás alguien todavía crea que morirse es dejar de respirar, encerrado en un cajón, mientras los demás lloran por un rato. No es necesario morirse para estar muerto. A veces te matan antes que te des cuenta. Asesinatos en masa. Genocidio. Quien sabe cuántos habrán pasado por esa situación no sólo en San Cristóbal, sino en el país. Cuántos han salido adelante y cuantos otros se han quedado en el camino. Y cuantos no sobrevivieron.


No sé cuántos San Cristóbal existieron, yo viví siempre en la misma ciudad. Yo era lo suficientemente chico, nací en 1981, pero los 90 quedaron en mi cabeza como un continuo día nublado. La San Cristóbal que conocí era una ciudad triste, poblada de quioscos y remises y con cada vez menos gente. Yo crecí en una ciudad que añoraba tiempos pasados, épocas donde indefectiblemente todo es mejor: Mercedes Sosa tenía razón: éramos tan felices y no nos dábamos cuenta.

Siempre me costó creerlo. Nunca conocí otra ciudad, esa de que hablaban mis abuelos, venidos desde otros lugares a forjar un futuro acá. Acá había trabajo. Había futuro. San Cristóbal y futuro, dos palabras que un momento se conjugaron, si bien los 90 pasaron sus efectos todavía persisten, ese lastre histórico que arrastramos del que no podemos liberarnos, esa piedra que todavía no podemos mover.

Supuestamente esto tendría que ser una crítica o un comentario, pero simplemente no puedo. No puedo porque no es posible hablar de la mierda con sutilezas, con neologismos, con frases hechas. Tengo en la garganta una lista interminable de insultos atragantados desde el sábado a la noche que no transcribiré en estas líneas, aunque no puedo asegurar que no se me escape alguno. Sé que puedo hacer algo mejor que putear, pero no garantizo nada.

Entre este párrafo y el anterior hay cuarenta y cinco minutos de diferencia. No pude resistir: blasfemo a todos los desgraciados que hicieron lo que nos hicieron, insultos a todos los que planificaron esto y a todos sus socios, los de allá y los de acá, los que estuvieron y los que siguen estando, desde el fondo más profundo de mi corazón les deseo la condena más execrable que cualquier humano puede tener, la que ustedes imaginen, la primera que se les venga a la cabeza. Memoria infinita para todos ustedes, vendepatrias, asesinos, lo que hicieron no caerá en el olvido; estén seguros que la van a pagar. De ida o de vuelta. En esta o en la otra vida. Pero la van a pagar.    

La propuesta del sábado a la noche no fue lo esperado. Nadie lo esperaba. No después de Julito, ese maravilloso cuento llevado a las tablas por el grupo de teatro independiente El Riel, hace ya casi dos años, con merecido éxito. Sospecho que la ciudad no esperaba que se le diga algo, más bien que se la entretenga. La opción podría haber sido claramente tomada y nadie hubiera dicho nada, es más, hasta se hubiera tomado como un elemento de desarrollo y afianzamiento del grupo pero Jorge Abba no sucumbió a la tentación; en su primer guión teatral confeccionó una historia fuerte, muy dura, como un vagón de frente.

El viaje narra la historia de la familia Bondacaro centrada en la figura de Tito, un ferroviario al que echaron del ferrocarril y desde entonces es presa de una profunda depresión. Una familia obligada a hacer lo imposible para sobrevivir en tiempos de crisis, una esposa sostén de familia gracias al tarot más preocupada por lo que pasa afuera de su casa que en contener a su entorno, una abuela con Alzheimer, un hijo adolescente alcohólico y una mucama con radar y GPS instalado para los chismes que dan de comer a la familia.

“La presente es ficción, cualquier parecido con la realidad, personas, lugares y/o nombres es mera casualidad” reza la aclaración y es necesario que así sea ya que esta historia, tan real, tan nuestra, puede ser la de cualquiera. La incertidumbre de haber sido y no saber qué se es, las culpas, las obsesiones, los problemas cotidianos, la impotencia de no poder salir, las pocas posibilidades de respuesta de un yo altamente violentado que crea sujetos desubjetivados, la confusión, la desesperación, los ensayos de soluciones, la negación, el traslado de la culpa, todo se muestra en cuatro actos de esta comedia dramática.

Una producción local en su totalidad que cuenta con el apoyo de un público que se fue de la sala mojando pañuelos, con lleno total en las dos funciones, tanto la del sábado como la del domingo. No seré yo el que señale los puntos flacos de la obra, sé que los integrantes de El Riel son lo suficientemente obsesivos y puntillosos como para detectar y reparar las fisuras del conjunto; en todo caso si tengo algo que decir se lo diré a ellos. En todo caso, las limitaciones no provienen del grupo, sí del lugar. San Cristóbal cuenta con un lugar para este tipo de presentaciones. No se olviden de la Casa de Cultura.

20 oct 2009

Cuando algo alcanza

Por Ricardo Gutman

Me levanté como desubicado, a lo Proust. La sensación de que me había perdido algo despés de una siesta de cuatro horas no dejaba de rondarme mientras mi cabeza se acomodaba. Siempre me pasa lo mismo cuando me quedo dormido por la tarde; nunca sé que hora és, que pasó, la posibilidad de un ataque nuclear mientras dormía, cosas por el estilo. No me hace bien, pero de vez en cuando no viene mal descansar, desenchufarse un poco, desentenderse de las cosas; aunque confieso que cada vez que me ocurre siento que se me fue la mano.

Después descubro que se me pasaron muchas cosas, que tendría que haber hecho un millón de trámites, que tendría que haber ido a tal o cual lugar, que tendría que haber visto a tal o cual persona. Que tendría que haber ido a clases, sin ir más lejos. Sé que más que un descanso necesario estuve rondando los límites del pecado, como quien dice. Llegado el caso hago lo mismo que todo el mundo: dejo para mañana lo que tendría que haber hecho hoy, me prometo no volver a dormirme pero sé que ya llegaré tarde a todo. A veces no pasa nada y las cosas siguen iguales, como siempre. Pero no siempre. 

Parece que nos despertamos de la siesta. La aprobación por parte de la Secretaría de Medio Ambiente de la provincia del estudio de impacto ambiental que habilitaba la instalación de una planta de tratamiento de residuos patológicos en la ciudad de San Cristóbal parece haber conmovido a una alicaída opinión pública, poco caracterizada por inmiscuirse en asuntos urticantes, menos que menos políticos. Esto generó una ola de reclamos que recorrió una nutrido espectro de los medios radiales, televisivos y gráficos de la ciudad, que se hicieron eco de una protesta protagonizada por los profesionales de la salud locales, preocupados por la poca información disponible.

Hay cosas que nos faltan, de hecho son muchas más de las que tenemos, y el tratamiento de los residuos patológicos es una de ellas, si de política ambiental hablamos. Ni hablar de las otras. Pero es significativo destacar que las repercusiones de esta aprobación tuvo eco en la dirigencia política que obligada por los tiempos tuvo que convocar a una reunión con los profesionales de la salud locales para tratar este tema.

No es necesario destacar que la presión ejercida por los profesionales tuvo sus resultados y que nadie quiso pagar los costos políticos de la instalación de una planta de tratamientos de residuos patológicos a gran escala en nuestra ciudad. Si eso hubiese ocurrido, nuestra denominación de puerta del norte santafesino habría cambiado a basurero del norte santafesino, leyenda que no hubiera quedado bien en los carteles de ingreso.

Esto empezó en febrero de este año cuando una delegación sancristobalense viajó a San Luis para gestionar la instalación de una planta de tratamiento de residuos peligrosos en la ciudad. De hecho la empresa cita en su página web, en la sección eventos, la visita de la delegación municipal y el beneplácito por parte de la comunidad con la instalación de una planta "para el tratamiento de residuos peligrosos y optimizando la recuperación de recursos reutilizables y dar la disposición final correcta a  aquellos que no puedan ser recuperados". Algo cambió en el camino.

Pensando en el desarrollo de la ciudad el concejo había decidió ceder en comodato un predio a la empresa para su instalación. Nadie dijo mucho, algunas voces se hicieron oír en los medios de comunicación locales pero no pasaron de ser opiniones aisladas dentro de un marco que impresionaba por su indiferencia.  Un paso en el desarrollo de San Cristóbal se había dado, o por lo menos así se vendía. El tiempo pasó y poco se dijo en estos últimos meses. El tema no estuvo en la agenda de debate político de ninguna fuerza en una campaña que no se caracterizó precisamente por abundar en propuestas y fomentar el debate de ideas.

La aprobación del estudio de impacto ambiental por la Secretaría de Medio Ambiente aceleró la preocupación de la opinión pública y las opiniones se dispararon en el éter. No quiero caer en teorías conspirativas por así decirlo, pero llama poderosamente la atención que la firma provincial fuese dada a conocer semanas después de las elecciones a concejales y presidentes comunales de septiembre pasado, quien sabe que hubiese ocurrido si el tema se destapaba en el transcurso de una campaña electoral bastante alicaída por culpa de la gripe A. Aplausos para los operadores. 

Un germen
No sé si debo felicitar a quienes ejercieron esta facultad ciudadana de opinar y cuestionar, si debo reconocer que si bien no fue a tiempo cuando el cinturón apretó reaccionaron en los últimos segundos que quedaban. Se logró lo que se quería y se fue más allá, se planteó la necesidad de abordar de una buena vez los problemas sanitarios como el tratamiento de residuos patológicos de manera seria y planificada; se instaló una agenda.

Esto es parte de algo mucho más profundo, un tema que, como la instalación de una planta de residuos patológicos, merece un debate urgente y serio por parte de la comunidad: el desarrollo productivo y económico de la ciudad. Discutirlo profundamente y tenerlo bien en claro sino cualquier cosa como ésta puede venderse como desarrollo para la ciudad porque provee diez puestos de trabajo. Más que el simple desarrollo, es necesario especificar qué tipo de desarrollo, qué perfil se le quiere dar a la ciudad. Nadie discute la necesidad de un perfil con especificidades propias, nadie parece saber muy bien qué es lo que quiere, a qué se apunta.

Todos concuerdan con el hecho de que San Cristóbal necesita un perfil industrial. Muy bien, de acuerdo, discutamos que perfil industrial debe tener la ciudad. Miremos el caso del Área Industrial,  un ejemplo de ello. Más allá de que pasa el tiempo y no hay empresa que decida trasladarse al predio, cuando se consulta sobre que empresas pueden instalarse en el predio  la respuesta es siempre la misma: “cualquier empresa que esté interesada”. Con ese criterio una maderera puede estar al lado de un frigorífico como de una empresa metalúrgica sin respetar criterio alguno de zoonificación. Es verdad, no estamos en condiciones de elegir, pero al menos podríamos planificar algo serio. Fomentar la incipiente industria metalúrgica que se desarrolla en San Cristóbal, por ejemplo. O industrializar la producción agrícola ganadera de la región. En otras localidades del departamento es una opción que produce sus frutos, ¿por qué aquí no?  

Generar riqueza. Distribuir riqueza. Eso es lo que necesitamos, ese es un modelo. Es cierto que en San Cristóbal cuesta caro producir. La falta de infraestructura acorde a las necesidades del desarrollo del sector es crítica; basta nombrar la ausencia de gas natural para que una empresa de envergadura piense en radicarse. Pero hay ejemplos de empresas locales que están en regla, que crecen, que invierten, honrosas y destacables excepciones, todo esto producto de una organización empresarial eficiente y un sólido circuito de comercialización. A pesar de las dificultades se puede, de a poco, pero se puede. Algo es algo.

Es deber nuestro, como sancristobalenses, generar espacios donde estas cosas se discutan, de tomar la iniciativa, no solo de oponerse a la instalación de una cárcel o una planta de tratamiento de residuos sino proponer salidas viables y sustentables. Creo que se ha inoculado un germen, un buen antecedente que debe ser promovido, enriquecido y cuidado, una posibilidad, al fin y al cabo. Saludo la iniciativa.

9 oct 2009

Simplificaciones



Por Ricardo Gutman


El país se mece al ritmo de una canción popular, harto conocida. Un elefante se columpia sobre la tela de una araña y como ve que resiste llama a otro elefante que acude en su ayuda. Ambos ven que la tela continúa resistiendo y llaman a un tercero pero como no pueden cortarla hacen la más fácil, llaman a otro elefante para ver si ahora pueden cortarla pero como sigue resistiendo vuelven a llamar a otro elefante y así hasta el infinito. Yo no sé que tiene esa tela de araña pero los elefantes no pueden vencerla por más elefantes que llamen.

Podemos seguir contando y cantando hasta que nos cansemos, hasta el infinito mismo si se quiere. No culpemos a los elefantes, son elefantes y piensan como elefantes, tienen mucha memoria, mucho archivo pero piensan como elefantes. Juntan peso, cada vez más, pero la tela hace lo posible por resistir. La incertidumbre pasa porque nunca se sabe cuántos elefantes puede soportar la tela de araña, o bien porque nos cansamos de cantar y porque el infinito es infinito y no hay vuelta que darle.

Ser políticamente correcto es necesario, necesario para la convivencia, para la democracia, para la vida. Pensemos en las dificultades que nos acarrearía no serlo, los conflictos permanentes, los disgustos, si no fuera por la tan mentada hipocresía rutinaria. Un mínimo es necesario. Pero el hecho de que todo el mundo quiera ser políticamente correcto aburre. Y enerva. Y se convierte en otra cosa, en una exacerbación de la mentira como herramienta de cohesión, la hipocresía como vehículo social. De vez en cuando es necesaria una dosis de sinceridad brutal para sacudirnos la modorra y pensar un poco del otro lado. Y tratar de comprender, en resumidas cuentas.

Actualmente existen al menos treinta conflictos sindicales en el territorio argentino, es decir, al menos uno por cada provincia, todos por reclamos salariales o mejoras en sus condiciones laborales. No importa lo que pase en las provincias, importa lo que pasa en Capital Federal. Ya estamos acostumbrados, y eso que venimos alterados por una nueva Ley de Medios.

Debe ser que el país está explotando. Por lo menos eso dicen los medios. O quizás la mecha está empezando a consumirse y lentamente se acerca al barril. Quizás explotó hace mucho pero no nos habíamos dado cuenta porque no lo dijo la televisión. Quizás no nos importa porque no nos toca directamente, por creer que nos pasa por al lado, que le pasa a otro. Quizás las cosas estén cambiando, pero no nos damos cuenta.

Es una cuestión de óptica; usted decide. El problema del país no son los reclamos salariales, por lo visto; el problema son los cortes de tránsito que impiden la normal movilización de la gran masa de porteños que necesitan hacerlo por esta gente que reclama salario, becas, planes sociales o piquetes porque en el mejor de los casos el sueldo no les alcanza para llegar a fin de mes sin importar el derecho del otro a circular libremente. Así de simple. Usted decide por donde pasa el eje de la cuestión.

Correr el eje de la información desvirtúa a priori el análisis de la situación, desenfocando núcleo de la cuestión. Pero como información es interpretación y por lo tanto construcción, es válido desde un punto de vista editorial; la configuración del mundo de un cronista no es ajena a su ideología, por lo tanto es otra construcción del mundo válida como cualquier otra. El valor radica en decirlo, en decir desde donde se dice lo que se dice. Hasta ahí estamos de acuerdo.

Pero parece que nadie quisiese decir lo que piensa. Por ser políticamente correcto, demasiado correcto. Porque hay que comprender. Y comprender es ponerse en el lugar del otro. Y negarse a comprender es negarse a la otra realidad, es, simplemente, individualismo. Piden a los cuatro vientos que se solucionen los problemas de tránsito como si eso fuera la gran preocupación.

La “legitimidad” de la cámara, el poder de manejarla, de darle a la voz a quien yo quiero, parece otorgar la razón. Y si repetimos muchas veces la misma opinión la sensación de unanimidad es abrumadora. Pero no lo dicen. Lo dicen solapadamente, entre los pliegues del discurso, de la corrección política. Le hacen decir al otro, a la gente común, lo que ellos no quieren decir.

Probablemente peque de ingenuo y el hecho de creer que el problema es otro, que pasa por otro lado quizás lo demuestre. Creer que alguien que corta el tránsito o participa de un piquete tiene un motivo para hacerlo quizás sea una demostración. No niego que existen presiones políticas e intereses creados de por medio, pero a la hora de preguntarme qué haría yo si no pudiese darle de comer a mi hijo, no tengo mucho en que pensar.

Ocurre que del otro lado no me ofrecen soluciones sino reducciones, simplificaciones que no alcanzan para abordar el problema ni medidas que lo solucionen más allá de llamar al orden, una actitud represiva de los conflictos sociales que no pretende su solución sino que simplemente no estorben, que se queden ahí, que no jodan y que si joden que los lleve la policía.

Es que el corte de tránsito es sólo coyuntural, por más que afecte a muchos, no es central. El centro pasa por otro lado. Pasa por trabajo digno, vivienda, educación, seguridad social, salud pública; pasa por los problemas de fondo hasta ahora no resueltos. La gente que protesta lo hace por sus derechos. No simplifiquemos porque sino terminaremos razonando como elefantes. Y si terminamos pensando como elefantes aunque no tengamos nada en común con ellos devendremos en funcionales.

Lo cierto es que los elefantes están empecinados en cortar la tela de araña. Eso me preocupa un poco porque hasta donde cuento yo la tela siempre soporta. El problema es que si se sigue contando el número de elefantes es infinito. Pero tengo fe en la tela. Siempre resiste. No sé porque.