Ricardo Gutman
Habíamos quedado con el Aldo en hacerle la nota a Peña el miércoles y el remis nos llevó para el boliche mientras yo me hacía de una bolsa poco masculina con tarjetas en su interior para repartir con el correr de los días. “Con esta bolsa en el boliche de Peña” me dije y recriminé al Aldo porque no me había dado cualquier otra cosa. Cuando llegamos al bar no sabía cómo hacer para esconderla y don Peña sentado en la vereda, bajo el aromo, con otro hombre, hablando de cosas que no sabré jamás. Nos presentamos, explicamos nuestra intención y pasamos al interior del local, sensiblemente más fresco.
La tarde está insoportable y Don Peña accede a esta supuesta entrevista de prepo, sin previo aviso, y se acomoda atrás de la barra, en un acto casi mecánico. Todo el lugar está dominado por el antes, esos tiempos en que nos dicen a nosotros, los de mi edad, que siempre fueron mejores. No puedo evitar pensar que mi grabador (mi celular) está fuera de lugar. Don Peña dice que está en el mismo lugar desde hace 58 años, el tiene 70, así que trabaja en el bar desde los 12 años si las cuentas no me fallan.
El cenicero dorado lentamente consume mi cigarrillo. Imposible saber desde cuando está ahí, dando vueltas, girando de mesa en mesa, herrumbrado y silente, testigo de hechos de los cuales no tengo la más mínima posibilidad de saber y que Don Peña no me dirá en esta tarde de enero que raja la tierra. Y está bien que lo haga; si nos contara todo el lugar perdería la mística. Los viejos saben administrar muy bien esas cosas.