28 may 2009

Soñar San Cristóbal

Ricardo Gutman

Para hablar de esto habría que ser, lisa y llanamente, hombre de mundo. Saber, conocer, recordar, explicar, aprender, poder comparar con autoridad. No desde el simple cuestionamiento de la inefable Doña Rosa, tan volátil y superflua como su mismo inventor. Sino hablar desde las necesidades, desde las faltas, desde lo que no tengo y lo que me gustaría tener.

A veces sueño San Cristóbal como un lugar grande, desarrollado, con vida, sustentable, con muchos y frondosos árboles en sus plazas y veredas, con edificios de altos pisos y balcones, una ciudad con mucha luz, empuje, empresas, comercios, museos, cines, teatros, artistas callejeros y mucha gente en las calles.
No hay cables, el cielo no se ve cruzado por esa maraña de hilos gruesos que nunca se saben muy bien para que son o que hacen y que lo único que genera es un entredicho burocrático para saber de quién es, a quién corresponde, quién se hará cargo si se corta. No hay cables porque se ha decidido entubar la red eléctrica, una mejora realmente notable en una ciudad que no corre peligro de inundación, y porque una empresa ha decidido invertir en satélites para las líneas telefónicas.
Cuando sueño San Cristóbal veo al ferrocarril funcionando como un verdadero elemento de integración social y económica, trasladando la producción local hacia los puertos y los viajeros viajar y conocer el país sin mucho gasto. Sobre todo sueño con viajar en un camarote particular, esos con sillones y ventanas que son como pequeños departamentos y ver pasar el paisaje tranquilo, sin apuros, mateando o fumando, sólo o acompañado, no importa, pero viajar en tren. Porque soy de San Cristóbal y nunca viajé en tren.
Pero cuando sueño el ferrocarril no lo veo en el lugar donde está, lo veo más allá, mucho más allá de su lugar de siempre, dividiendo a la ciudad, sino emplazado en el oeste de la ciudad porque a alguien se le ocurrió trasladarlo para integrar esa franja de San Cristóbal y permitir un desarrollo urbano más armónico e integrador.
En el lugar donde ahora está el ferrocarril no están las vías (porque ahora las vías están del otro lado) sino un parque inmenso que recorre la ciudad de punta a punta, con árboles y senderos para caminar y muchos bancos para sentarse a hablar o a no hacer nada si uno tiene ganas y un anfiteatro al aire libre donde todos los fines de semana hay algo y fuentes de agua y juegos para los pibes y si me dejan seguir sueño hasta un lago artificial frente a mi casa.         
Caminar por San Cristóbal es un verdadero placer porque sus veredas están pobladas de árboles gigantes que no se tienen que podar porque los cables obligan y la siesta es algo más que el sol calcinando el asfalto y los boulevares le hacen honor a su nombre; los pibes juegan en la vereda sin molestar a los vecinos y los padres duermen tranquilos porque se sienten seguros.
En mi ciudad hay un par de clubes inmensos con campings que están llenos de familias los fines de semana. Incluso hay equipos que compiten profesionalmente en las primeras ligas del país y la gente asiste a los estadios para ver a los equipos de la ciudad y es socia de las entidades y deposita la plata en sus mutuales porque ya no se roban la plata y nadie tiene miedo de perder los ahorros.
Algo realmente digno de orgullo es el desarrollo industrial que ha logrado el lugar luego de años de anemia económica. Gran parte de ese desarrollo se debe a la implementación efectiva de un Parque Industrial que ha permitido repatriar a una inmensa cantidad de jóvenes expulsados en los últimos años hacia otras localidades en busca de una mejor perspectiva.
Y gran causa de esto proviene de los debates que se dieron entre las instituciones locales que vieron la necesidad de implementar una identidad industrial definida con objetivos claros y concretos.      
Mi ciudad creció pero no perdió algo que la caracterizó: aquí, en San Cristóbal, lo público siempre es mejor que lo privado y por eso las escuelas públicas funcionan mejor que las privadas y nadie le da vergüenza hacerse atender en el hospital porque es un hospital modelo que fue creciendo no sólo con el aporte de la provincia sino también de la gente que fue entendiendo que lo público es de todos y nos beneficia a todos y entre todos lo equipamos como se debe.
Y en vez de competir con el hospital público los privados entendieron que deben apostar a las especializaciones y por eso hay clínicas de las más diversas afecciones y no hay que viajar a otro lado porque acá hay una terapia intensiva y ya nadie se muere en el camino.       
Como no podía faltar, en el San Cristóbal que sueño (sobre todo de siesta, a esa hora en que la ciudad parece no moverse) abro la canilla y el agua que tomo es potable. Prendo la hornalla de la cocina y el gas sale más barato y ya no tengo que realizar la horrible tarea de cambiar la garrafa, de cerrar bien la entrada de gas, de embardunar el tubo con detergente para ver si hay alguna pérdida ni de tener cuidado con el alambrecito de cobre que se puede quebrar en cualquier momento. Y cuando saco la basura en los días en que me dijeron sé que tengo que hacerlo porque el reciclado de basura en mi ciudad genera mano de obra y se abastece el alumbrado público con el gas que generan los residuos orgánicos.
Sobre todo lo que me enorgullece de mi ciudad es que la gente tiene ganas de hacer, de movilizar, de crecer, entre otras cosas porque las inquietudes se escuchan y nadie se enoja por una crítica constructiva.
A grandes rasgos este es el San Cristóbal que sueño siempre a la siesta. Pero no sé porqué lo sueño ni porque lo escribo si solamente lo sueño y sobre todo no soy eso que llaman un hombre de mundo.

18 may 2009

Respuestas

Por Ricardo Gutman
I
El libro dice:”Así cómo el giro copernicano revolucionó nuestra comprensión del espacio, Einstein hace que el tiempo ocupe un lugar distinto en nuestra imagen del mundo, volviéndolo a relacionar más estrechamente con el espacio y convirtiéndolo en la cuarta dimensión (después de la línea, el punto y el cuerpo).
La clave para comprender esta revolución está en la posición del observador. Antes de Einstein, el observador había sido excluido de la ciencia para impedir que la objetividad de los datos científicos se viese alterada por factores y puntos de vista subjetivos. Einstein reintroduce al observador en la ciencia y observa como observa el observador- en cierto modo Einstein es el Kant de las ciencias-.
Para él, la condición esencial de la observación es la velocidad de la luz, que no puede superarse, pues de lo contrario los fenómenos ocurrirían antes de que pudiésemos observarlos. En otras palabras: la observación de cualquier objeto requiere tiempo, tanto cuanto más alejado esté de nosotros. Cuando miro una estrella situada a un año luz (la distancia que recorre la luz a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo), la veo como era hace un año, es decir, no puedo verla como es “ahora”. O dicho de otro modo: cuando la veo, estoy mirando al pasado, lo que desbarata la idea de simultaneidad. Esta es sumamente extraña. Imaginemos que estoy sentado en una estrella situada exactamente a medio camino entre dos estrellas gemelas, en cada una de las cuales una bomba atómica hará explosión en cuanto yo dé la señal. Si pulso el botón, dentro de diez minutos veré una explosión en las dos estrellas, de este modo contemplo fenómenos simultáneos, pero solamente desde esta posición. Si yo programase la explosión para dentro de dos horas y me dirigiese con una nave espacial hacia una de las estrellas gemelas, después de dos horas de viajar vería una explosión antes que la otra, aunque tuvieran lugar “al mismo tiempo”. La expresión “simultaneo” es, pues, relativa al punto de vista del observador. Sin esta referencia al que observa, esta expresión carece de sentido”.
La verdad, una pinturita. Una explicación cómo la que todo maestro busca. Clara, sencilla, oceánica, aprehensible, simple y general. Un maestro el alemán este. La verdad que sí.
No sé si es verdad pero podría serlo. Uno me dirá que en verdad es un hecho, yo prefiero, cuanto menos, desconfiar, por eso de los paradigmas, por eso de que lo que hoy es verdad es lo aceptado por la mayoría con autoridad para reconocerlo y que cualquier día (léase centurias) la cosa cambia y la verdad es otra y entonces resulta que lo que creíamos estaba un poco equivocado. Pero la explicación es buenísima o lo suficientemente buena para que un absoluto orate como yo que reconoce que cuando mira el cielo le da vértigo entienda que lo que en realidad miramos, en este caso una estrella, no es la estrella que creemos que es sino la que vemos. Algo así como la fe.
II
Siempre lo sentí o siempre lo supuse, no sé bien que fue primero. Siempre creí que las cosas eran un poco más complicadas de lo que realmente son y que cuando miraba algo estaba mirando algo más que, oculto, no se me daba a conocer o que no sabía que era.
Eso me ocurría con mis árboles. Yo he tenido mis árboles, en otro tiempo, mis árboles de pibe pero un buen día alguien los arrancó dejando una molesta claridad a toda hora. El árbol del frente de mi casa tenía una particularidad: en ciertos días, a ciertas horas, la luna se encuadraba entre las ramas más gruesas, convirtiéndose en todo un espectáculo. Recuerdo esperarla, reloj en mano, los mismos días en distintos meses, como si ella me visitara sólo para mostrarse, como hacen ciertas mujeres, para que sólo la mirara yo y en un diálogo sordo pensáramos en las distancias, en el espacio, en la deslumbrante comprensión de saberse testigo de algo más allá de lo evidente, algo mucho más grande de lo que podía imaginar pero que mis ojos de joven no podían alcanzar.
En las noches en que la luna no venía me sentaba a mirar por el recuadro de las ramas, simplemente por hacerlo, y la pregunta de qué era lo que estaba mirando me asaltaba cada vez que lo hacía, perdiéndose en una respuesta oscura. Ahora sé que la única persona capaz de adjetivar esa mezcla de duda e inmensidad era Borges.
En ese entonces no lo sabía, pero había noches en que el recuadro mostraba estrellas que a la noche siguiente no aparecían. Era muy pibe para saber que estaba viendo la muerte de una estrella, si lo hubiera sabido quizás nunca más hubiera mirado por el recuadro de ramas.
Sabía que nunca encontraría la respuesta a lo que estaba mirando pero era la promesa de algo, una promesa, pero los municipales cortaron el árbol un mediodía de enero y desde ese día ya no recuerdo donde se encuadraba la luna y vivo con dolor de cabeza producto de las insolaciones. Esta noche la luna está detrás de mí y no puedo evitar sentirme vigilado, ya no existen marcos de madera y esa costumbre de mirar lo insondable sin saber qué es lo que hay más que pánico me reduce a la conciencia de lo mínimo que soy.
III
Un paradigma es el marco de referencia en el cual se estructura una época. Algo es verdad porque las personas capacitadas para decir que es verdad dicen que lo es, es decir, el corpus de respuestas aceptadas como tales, no por puro capricho sino por una serie de consensos en la que la comunidad científica se pone de acuerdo. Por más didáctica que sea la explicación del alemán, no llega a convencerme. El problema es el punto de vista. Si todo depende del punto de vista hay cosas que pasan y cosas que no pasan simplemente porque el espectador está o no está en el lugar donde pasan las cosas, como sí las cosas ocurriesen en la medida en que uno las presencie o no; entonces como un nene malcriado puedo desechar las cosas en la medida que las vea, las presencie, las viva, y lo demás no existe. Puede que no me convenza pero es una respuesta. Al fin y al cabo todos buscamos nuestras respuestas de la manera que queremos. O que nos conviene.
IV
La tarde se me pasó sin darme cuenta entre las páginas de este libro que, básicamente, trata de recorrer lo que es la cultura occidental y cómo se ha estructurado con el correr de los tiempos. Un solo repaso de su índice alcanza para cansarse. El mensaje me llegó en el momento en que llegaba a hastiarme del libro, unas cincuenta páginas después de la relatividad, y me avisaba que esta noche había asado en la casa de M. a las 22, que lleve carne.
Llegué temprano, tipo 21.30, sabiendo que el asado se demoraría como siempre y que la previa no tardaría en comenzar. Fui demasiado puntual. En la casa sólo estaba el anfitrión preparando el fuego, nos saludamos y el amigo fue para la cocina a buscar una cerveza. Cuando volvió yo estaba mirando una estrella. “¿Qué te pasa?”, preguntó, mientras llenaba el vaso. Tuve que responderle: “¿Alguna vez te pusiste a pensar qué esa estrella que estamos viendo en realidad no es la estrella que creemos, qué es una imagen retrasada que nos llega después de recorrer años luz hasta llegar a nosotros? Si esto fuera así en realidad estaríamos viendo el pasado y si de todas las posibilidades existentes fuera así entonces ¿qué somos?, ¿el futuro de esa estrella o el pasado de otros que no podemos ver y qué viéndonos no saben que somos su pasado y que ellos son el futuro nuestro?”.
Durante unos segundos eternos M. no dijo nada mientras yo seguía con la mirada fija en el punto cada vez más brillante del espacio y esperaba su respuesta. “¡Dejá de joder, Ricón, y tomate un porrón!” me respondió, mientras me acercaba el vaso. Yo le acepté el convite y me prendí un pucho, cómo suelo hacer en esos casos.

13 may 2009

Tom Cruise



Por Ricardo Gutman
I

Es excesivamente seductor no pensarlo. Pareciera ser que siempre hay un hijo de puta suelto dispuesto a joderte la vida por varias razones pero la mayoría de las veces es dinero; sólo que este malnacido no es un sicópata común, por así decirlo, un agente del servicio secreto de un país dispuesto a destruir a la humanidad porque ha sido traicionado, un terrorista bien vestido o un loquito suelto cómo nos ha enseñado Hollywood. Es quizás un poco más complicado.
La noticia da cuenta de ello. Es realmente espeluznante. Roche y GlaxoSmithKline han decidido retirar de las farmacias los medicamentos que cuentan con las drogas oseltamivir y zanamivir, relativamente probadas contra la gripe porcina, para “evitar la automedicación” y ya están negociando con los gobiernos del mundo para vender estas drogas que sólo se pueden recetar bajo estricta vigilancia médica.
En el caso de Argentina las tratativas ya han comenzado y México ha anunciado la compra de un millón de dosis. Nadie sabe por cuanto.
La industria farmacológica viene de tres meses muy duros, recesivos, con recortes en las ganancias para los accionistas. Esta nueva peste oficiaría de salvavidas de estas empresas que están entre las primeras de su rubro a nivel mundial. Que suerte.
Puede parecer azaroso pero las acciones de Glaxo subieron un 2,25% el martes 28 y superaron los 31 dólares tras haber tocado un piso de u$s 27 el pasado mes de marzo. Roche no registró movimientos significativos pero lleva acumulada una ganancia del 14 por ciento la semana pasada y todo esto por la especulación de que los antivirales se usen de manera masiva antes de que se elabore una vacuna que pueda combatirlo. 
II

Imagino la situación. En alguna oficina de Berna o Londres alguien descorcha champaña. No está solo, en estas cosas nunca se está solo. Los televisores anuncian todos al mismo tiempo la misma noticia. Paulatinamente la oficina se va llenado de amigos, socios, cómplices, que se saludan, se felicitan. Las camareras, nerviosas, sirven la champaña a medida que llegan y los puros van enrareciendo el ambiente poblado de trajes y corbatas. Están exultantes, se creen genios, dueños del mundo o pelotudeces por el estilo.
Festejan porque los yanquis han dado la noticia y la pandemia avanza. Un muerto es dinero y muchos muertos es mucho más dinero.  A quien le importa.
Festejan. Especulan. Es lo que saben hacer. Para eso les pagan. Quizás más tarde se reúnan en algún restorante étnico, paguen con sus tarjetas de crédito gold y se vayan a dormir sin pensar en que el tipo que vieron servirle la comida puede estar muerto una semana después por su culpa. “Es nuestro trabajo” dirán tratando de excusarse. Son profesionales.
III

He aprendido algo: cuando uno cree que no se puede estar peor algo pasa que empeora las cosas. Cansado de que me empeoren las cosas decidí no decir la fatídica frase “lo único que falta es que…” porque aprendí que siempre algo llena los puntos suspensivos. Creo que me fue bastante bien. Pero siempre algo falla.
Algo huele mal en Dinamarca. Algo huele mal en Dinamarca, México, EE.UU, Alemania, España, Austria, Suiza, Honduras, Inglaterra, Argentina, Israel, Costa Rica, Nueva Zelanda y Perú. Hasta el momento. Y quien sabe cuanto más puede avanzar.
Es que se huele en el aire y el olor es nauseabundo. He dejado de lado el pensamiento especulativo porque nunca quise convertirme en un paranoico, en un perseguido, en un tipo que ve conspiraciones en cualquier lado; he tratado de entender, a mi modo, la multicausalidad de las cosas. Parece mentira pero porqué no pensarlo. Demasiada casualidad. Demasiada para mi gusto. Pero la tentación es muy grande. Demasiado grande.
Algo anda mal. Muy mal. Digámoslo sin eufemismos: el mundo se está yendo al carajo. Y desde hace rato. A esta altura de las circunstancias ser pesimista se ha convertido en algo inevitable. No quiero ser pesimista pero no puedo dejar de serlo y no quiero pensar lo que pienso pero no puedo evitarlo.
Es que llegado el caso no se puede vivir así, pendiente de todo lo que no se puede controlar, de lo que pasa en otro lado y no se sabe. Pero hay que estar muy loco para pensarlo. Hay que ser jodido, jodidamente jodido, una verdadera basura nuclear para siquiera pensar esto. Pero es imposible no pensarlo culpa de Tom Cruise, Quimera, Tomb Raider, Soy Leyenda, 28 días, los zombies, 12 Monos (esa es buena), los conquistadores españoles, la peste bubónica. Ciencia ficción las pelotas.
IV

Es oficial: ya no se puede respirar sin que te vigilen. La paranoia se apodera de la gente y los aeropuertos se llenan de máquinas que controlan la temperatura del cuerpo. El control del cuerpo, del que viene de afuera, dice que se debe aislar. Y los preceptos médicos no mienten, lo que pasa es que a nadie le importan hasta que de verdad importan. O hasta que Estados Unidos lo diga. No quisiera ser mexicano.
Asistimos asustados al inicio de la era de la esterilización. Quizás todavía no lo percibamos pero poco a poco los escáneres poblarán los lugares más recónditos del espacio público. Lo aceptaremos para evitar los riesgos de un contagio, lo aceptaremos como un mal menor. Todo deberá estar limpio y desinfectado, hasta los tubos de teléfono.
Nos irán inoculando poco a poco con medidas extremas y una vez dentro del sistema,  como quien no quiere la cosa, las iremos asimilando. Es fácil: un shock, una medida extrema, otro shock y otra medida extrema y así sucesivamente. A medida que se sucedan la primera parecerá una nimiedad y naturalizaremos porteros eléctricos con escáneres térmicos, igual que en los aeropuertos, para ver quién entra a nuestro hogar. Habrá que elegir bien con quien nos juntamos. Un sinsentido asimilado. La vida en cuarentena.
Dicen que el hombre es un animal de costumbre y cómo los tiempos cambian así también cambiaremos. Habrá que olvidarse de ciertas cosas como jugar, saludar, besar, comer con los amigos. Los barbijos no serán posesión exclusiva de los médicos. Los pobres morirán como insectos. La selección natural se expondrá sin mayores tapujos cómo la justificación de lo que ocurre. Ojalá sea un mal sueño. O una mala película. No importa el director. Veremos quien escribe el guión.  








12 may 2009

El mosquito

Por Ricardo Gutman

“(…) y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres, fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte (…)”
Albert Camus. La Peste
Nunca se supo bien pero cuenta la leyenda (una de las tantas) que Alejandro Magno fue muerto por un mosquito. Alejandro Magno, el hombre incomparable, el conquistador por excelencia, el que extendió la cultura helénica hacia rincones nunca explorados, el que todos los ególatras que alguna vez tuvieron poder quisieron emular, muerto por una de las criaturas más diminutas.
Es que el hombre cuando se envalentona pierde noción de la realidad y tiende a creer que la realidad es lo que él construye y se olvida de las miles de variables que no puede controlar, en este caso un mosquito. Alejandro no era griego, era macedonio, una raza más bien impura dentro de la construcción social helénica pero cómo buen reflejo de su tiempo no ignoraba las costumbres griegas ni era ajeno a ello. Pero al parecer a Alejandro se olvidó de una cosa.
Doy por descontado que Alejandro habrá escuchado más de una vez la historia del talón de Aquiles, ya sea por boca de Aristóteles, su tutor, de Filipo, su padre, o bien de algún sirviente o amigo pobre que los reyes suelen tener antes de ser reyes. Es probable que el joven Alejandro haya sufrido lo que los educadores denominan síndrome del conocimiento frágil o, en todo caso y lo más posible, es que haya sido un niño con desórdenes de atención o hiperkinético.
La cuestión es que se le olvidó. El mito es bellísimo. Más allá que sea la historia de amor de una madre hacia su hijo y la búsqueda desesperada por evitar que ese hijo sufra los avatares que le tiene reservados la vida, es un relato basado en las limitaciones y en la esperanza: nada existe que no tenga su punto débil, su fisura. No existe nada que no pueda derrotarse.
El mito es el primer intento del hombre por explicar los fenómenos que lo rodean y los cambios de la naturaleza con rasgos sobrenaturales, fantásticos, mágicos. Es también una herramienta pedagógica porque educa al hombre para comportarse en sociedad inculcando conductas y valores comunes, modos de ser, ejemplos de vida y una manera de ver el mundo; algo en que creer.
Un mito es un relato que lleva mucho tiempo construirse aunque por los tiempos en los que transitamos este tipo de construcciones parezcan mucho más fácil de materializarse por el vértigo en el que vivimos y la inundación constante de discursos a los que estamos expuestos. Lo cierto es que siempre un relato predomina sobre los otros transformándose en el oficial, en el aceptado, en el compartido por el conjunto social, convirtiéndose en una visión de la realidad, imponiéndose sobre relatos menores, menos difundidos, más relegados, pero no por eso menos reales.
Volvamos al mosquito. Ya sabemos que un mosquito puede matar a Alejandro Magno pero el poder del mosquito no radica en su picadura, ni siquiera en el virus que transporta. El poder del mosquito radica en su capacidad de revelar, mostrar, exhibir, desnudar los aspectos más escondidos, tapados, ocultos del relato, del mito dominante y que no es posible mostrar sin afectar la cualidad de dominio.
Pero es más que eso. El mosquito ha se vuelto una especie de ángel delator, exponiendo sin tapujos nuestras miserias más grandes, las deudas internas nunca pagas y siempre postergadas. Es que el mosquito siempre estuvo cerca nuestro, lo que ocurre es que nunca lo habíamos visto y parece que ha llegado para confundirnos a todos o bien para mostrarnos una realidad que nunca quisimos ver.  
Con el correr de los días hemos podido comprobar la ineficiencia de la clase política ante este tipo de asuntos, la cuanto menos descarada política de ocultar información decisiva, la ignorancia manifiesta de los medios capitalinos sobre el otro país, ese que estamos acostumbrados a vivir, la paranoia social ante la desinformación o el bombardeo informativo poco claro o confuso, la intencionalidad de los medios masivos de comunicación de agravar esto aún más, la falta de infraestructura en todos los niveles y no hablemos de la oposición, que nunca está a la altura de las circunstancias.
Atónitos asistimos a una oleada de charlas preventivas que no previenen nada porque el dengue está a la vuelta de la esquina, a la inconsistencia de un sistema sanitario que llegado el caso no podrá asistirnos porque los hospitales que debiesen estar abiertos no están abiertos y los que están abiertos no dan a basto con las camas. Como si esto fuera poco la viveza argentina lucra con la necesidad y encontrar un repelente o un tafirol se ha convertido en una verdadera aventura. Mientras tanto el mosquito avanza. Y la epidemia también.
Pero el problema no es el mosquito y su irreverencia de avanzar sobre el territorio sin pedir permiso. Ni siquiera el dengue es el problema. El problema es la epidemia de la pobreza, la pobreza estructural, la peor de todas, la que se construye con intención de que se reproduzca, esa que parece de la que no se puede salir.
Es que la realidad es demasiado compleja. La gobernabilidad es la capacidad de un gobierno de dar respuesta en el tiempo más corto a los reclamos de un sector y eso no se logra con subsidios a empresas capitalinas o concesiones a ciertos sectores de poder con la intención de comprar lealtades. Eso sólo tapa el problema convirtiendo esa salida para adelante en una olla a presión. Hay que pagar las deudas. No estamos tan bien o por lo menos no lo suficientemente bien si un mosquito alcanza para destapar todo. Un mosquito, un díptero, un ser diminuto, pequeño, un animalito de Dios o, llegado el caso, una flecha que vuela con destino al talón de un héroe.            






11 may 2009

La técnica de volar

Por Ricardo Gutman


Sin quererlo, Josecito me ha enseñado la técnica de volar. Al parecer es un experto en esas cuestiones, el vuela sin hacerse demasiado problema de lo que dirán los demás, concentrado en perfeccionar su técnica diariamente con una dedicación propia de un oriental.
Siempre lo sospeché, de hecho en innumerables oportunidades sentí la cercanía de la elevación, ese instante previo en el cual uno desarrolla su mayor velocidad a medida que corre y siente que ese es el momento de soltarse… Pero siempre ocurre lo mismo: nunca salgo del suelo porque justo antes de que eche a volar me acuerdo que los humanos no pueden volar. Hasta ese día.
Es desalentador saberse tan cerca de semejante proeza y no poder realizarla por saber que es imposible, que no tenemos alas, ni plumas ni huesos huecos que nos permitan levantar vuelo como cualquier gorrión distraído.
Algo parecido me ha pasado siempre en mis sueños, pero mucho más angustiante que en la realidad. Independiente del lugar, que puede ser un desierto o una pradera, mi cuerpo corre desaforado por la superficie indeterminada. Nunca sé en realidad donde estoy pero sé que estoy en el aire. Desde ese aire siempre me veo corriendo y a medida que levanto velocidad voy acercándome a mí, medio planeando y medio cayendo, hasta posarme en mí, poseerme y ver por los ojos de mi propio cuerpo en movimiento como todo va transformándose en líneas que me atraviesan cada vez más veloces.
A medida que la velocidad aumenta, mi pecho se expande y el aire empieza a colarse por todos los poros de la piel, hasta no sentir más la materia sino aire en expansión. Ese es el momento previo al vuelo, cuando la piel se transforma en una vaga tela sin pliegues ni control,  justo cuando empiezo a dar las clásicas zancadas, saltando en largo, siempre unos tres pasos, cada vez más largos, hasta que por fin tomo vuelo y me elevo, flameante y desordenado, en el aire.
Siempre me sorprende la ascensión por su rapidez. De manera instantánea me coloco a una altura lo bastante alejada cómo para darme cuenta de que el mundo, eso que hasta hace unos segundos estaba pisando, es lo más parecido a una alfombra y de que el horizonte, desde este lugar, se ensancha y se curva a más no poder, y se pueden ver los lugares que desde el piso es imposible advertir. Por unos segundos o por toda la noche logro ser, si se puede llegar a serlo, omnipotente.
Cuando la realidad se mete en los sueños las cosas cambian de manera repentina porque mientras se está dentro del sueño se sabe que las cosas son así y que sólo ocurren en ese lugar, cuando un dato de la realidad se cuela donde no tiene que estar tomamos conciencia de la fantasía y su imposibilidad. Y el vidrio se rompe y las astillas nos despiertan y mientras el vuelo es inconsciente es real pero cuando el soñador se da cuenta de que eso no se puede hacer, la tela que hacía de piel se corta y la angustia se cuela por ese agujero abierto en la mitad del camino del ombligo al corazón y lo que era vuelo es ahora una turbulenta caída libre.
Pero nunca me estrello. Siempre me despierto antes, cuando me convenzo en medio del peligro y la desesperación de que todo es un sueño. Pero una vez despierto el agujero sigue allí.

II
Pero al parecer Josecito sabe cómo volar. Y lo hace todos los días el muy soberbio. La envidia es uno de los sentimientos más raros que he tenido la oportunidad de experimentar. Por un lado, si se potencia su lado más mezquino puede llegar a carcomernos la vida, por el otro, si la envidia es sana, puede transformarse en admiración y esa admiración en un motor de crecimiento personal y espiritual.
Eso me pasó con Josecito. Siempre me ha sorprendido la sabiduría contenida en una persona tan pequeña y tan simple. Fue una tarde de domingo, cigarrillo en mi mano izquierda, mate amargo en mi mano derecha, cuando salí a buscar el aire del patio para refrescarme y tomar una pausa absolutamente necesaria. Al salir, Josecito volando tranquilo por el patio de la casa. Como si nada. Inmutable ante mi presencia. Volando. Aprovechando cincuenta metros de patio y árboles y plantas y espacio y soledad de los domingos.
Como pude me senté en una de las sillas de plástico más débiles que había en el lugar mientras lo miraba planear. Y quizás hubiera seguido volando si no hubiese visto mi cara de estúpido y mi cigarrillo quemarse contra mis dedos, por eso al detectar mi presencia giró suavemente sobre su brazo izquierdo y enfiló hacia mi lugar, aterrizando suavemente sobre sus dos piernas en el pasto que se agitaba por la turbulencia. Sin decir nada se sentó a mi lado con las piernas cruzadas en la gramínea y se acomodó un poco el pelo despeinado de tanto planear.
Durante unos cinco minutos ninguno de los dos dijo nada. Un silencio de sala de espera pobló el patio mientras yo no podía salir de mi asombro. Aburrido, Josecito sólo miraba el cielo. No me dejó preguntarle nada. “No es tan difícil, hay que practicar, si querés te enseño” fue lo primero que dijo.
Y tenía razón. La técnica carece de misterios. No hay que concentrarse mucho, simplemente hay que encorvar la espalda hasta dejarla paralela al piso, desplegar los brazos también paralelos al piso como si fueran alas, mirar hacia el cielo y empezar a correr mientras se expira aire por el labio superior. Al parecer ese el secreto de volar, zumbar bien con los labios para sacarse el aire mientras la velocidad de la carrera aumenta y uno levanta vuelo casi sin darse cuenta.
Cómo buen profesor tomó las precauciones necesarias.
-Antes hay que vencer al miedo-  me previno serio.
-¿El miedo a qué?
-A volar. Ocurre que cuando te das cuenta de que estás volando es muy fácil pensar que no se puede porque nunca antes lo hiciste y empezás a caerte. A mí no me cuesta nada porque soy un nene –me respondió fastidioso, como contestando una obviedad.
Superar el miedo me llevó unas cuatro semanas, dos veces por semana, los sábados y los domingos. El cuarto sábado empecé a levantar vuelo sin tanto temor hasta que recién a la quinta clase pude alcanzar su altura, baja también, unos tres metros del piso, por temor a escandalizar a los vecinos.
-Cuando voy al campo es más fácil porque es más difícil que te vean, ahí no hay problema- me explicó mi amigo cuando pregunté porque no se podía volar más alto en su casa.
Debo reconocer que los progresos han sido significativos. Cada vez me cuesta menos y aunque cueste creerlo, volar se ha vuelto una experiencia corriente, pero sólo cuando estoy con Josecito logro planear de la mejor manera, en otros lugares me es realmente muy difícil.  “Es cuestión de tiempo” me dice el profesor.





   

9 may 2009

Un sapo en la barriga

Por Ricardo Gutman
Contrariamente a lo acostumbrado, el Negro pasó temprano por casa. Minutos después de ponernos al día nos subimos al auto y salimos a ver cómo estaba la ciudad, conscientes de que no encontraríamos nada distinto al paisaje de otras noches. Animales de costumbre, estas rondas se volvieron bastante regulares en los últimos tiempos y no tienen otro fin que matar el tiempo que queda hasta acostarse, por lo que no esperamos nada raro.
La ciudad suele ser bastante tranquila de noche, salvo los primeros días del mes en que la mayoría tiene plata fresca en el bolsillo y salen a gastarla; entonces se ven los bares abiertos hasta altas horas de la madrugada llenos de gente no importa el día que sea y siempre hay algún nostálgico que recuerda tiempos mejores y cosas por el estilo. El resto de los días no pasa gran cosa. A no ser que se tenga una imaginación frondosa y mucho tiempo que perder.
Igualmente la noche depara sorpresas, expone cosas. Y no hace falta mucho. Si tan sólo se hiciera la prueba de quedarse sentado en un mismo lugar durante un tiempo determinado las regularidades empiezan a saltar de manera casi instantánea, exhibiendo conductas, costumbres, relaciones, situaciones. La gente hace casi siempre lo mismo, lo que no quiere decir que no pase nada.
Pero esta noche es una de la última decena de febrero y es una de esas noches secas donde cada cerveza suele ser un lujo. Llegamos al carribar dos horas después de haber dado vueltas sin rumbo por una ciudad desierta que poco ofrecía pasada la medianoche. Adelante nuestro había unas cinco personas, por lo que esperamos nuestro turno dentro del coche. Pedimos dos hamburguesas y para matar la espera prendimos unos cigarrillos.
La gente se sentaba a esperar la comida alrededor del carribar y a medida que recibía su pedido tomaba lugar en los canteros de la plaza. Cuando llegó nuestro turno nos bajamos del auto, el Negro pagó las hamburguesas y para variar nos sentamos en los canteros de la Almirante Brown. Atrás nuestro estaban los muertos en el papel. Yo le pagué mi parte. Absortos en comer, hablamos muy poco.
Las personas seguían llegando a pesar de la hora. Como una nube de humo la figura se fue dibujando por el extremo derecho de mis ojos, difusa al principio, más consistente a medida que pasaba el tiempo. Pegado a la ventana del carribar estaba el pibe, supongo que de unos diez años. Creo haberlo visto deambular por las calles a la misma hora días atrás. Su cabeza coronada de cabellos largos, morenos y chuzos no se movía del lugar. Nos miraba. Nos miraba comer.
La remera se balanceaba sobre su torso sin el menor esfuerzo. El viento le daba de frente y dibujaba su delgadez en la remera. Flaco, de piernas finas cubiertas a duras penas por un short hecho de los retazos azules de un pantalón de gimnasia, el pibe no se movía. No sé bien si nos miraba a nosotros o a todos, el hecho era que no se movía del lugar. Apoyado en su brazo izquierdo parecía inmutable a la gente que llegaba a hacer su pedido. Las personas hacían lo mismo. Parecían no verlo.
Ya he visto a otros pibes como él deambular por las calles de la ciudad, incluso mucho más chicos. A veces pienso que cada vez son más. Uno se pregunta siempre lo mismo, qué hacen a esta hora si hoy es domingo y mañana tiene que ir a la escuela. Quién sabe si van a la escuela. Y las preguntas siguen volando y se juzga a los padres y mil cosas más que nadie sabe porque pasan pero es un rato porque después se te olvida y el pibe crece y ya le perdiste las facciones y no lo ves más y se mezcla entre todos y es otra cosa que pasó.
Yo me pregunto lo mismo, qué hace este pibe a esta hora, casi la una de la madrugada, en este lugar, domingo, mientras cómo la hamburguesa y miro el tacho de basura que tengo enfrente. El Negro no dice nada pero mueve la pierna izquierda de arriba abajo. Y el pibe sigue ahí mientras nosotros comemos nuestras hamburguesas. Mientras todos comemos nuestras hamburguesas. Alguna que otra moto le pasa al lado, levantando tierra.
Ahora el pibe es más sombra que antes porque la luz que le da de atrás desvanece todos sus rasgos y se transforma en una mancha. Yo pienso que éste es el último pucho que me queda y el Negro me pide fuego sin dejar de mover la pierna izquierda. No dice nada pero está incómodo. El pibe sigue ahí, mirando a todo el mundo. Sé que no puedo hacer nada.
Sin decir nada el Negro se levanta y se va a hasta donde está el niño, hurgando su bolsillo trasero derecho. Creo que le pregunta algo porque el pibe asiente con la cabeza, se da vuelta hacia la ventana del carribar y deja un billete. El pibe lo mira mientras el Negro le acaricia la cabeza y vuelve al cantero, prendiendo su pucho ya con las piernas quietas. Antes de irse el pibe saludó al Negro que todavía no había terminado su cigarrillo y hamburguesa en mano se fue sin decir más, perdiéndose entre las sombras de calle Belgrano. Un rato después subimos al auto y nos fuimos. No le pregunté nada.
Cuando me dejó en casa eran cómo las tres de la mañana. Me despedí pero antes de entrar me sentí mal y enfilé directo al kiosco, pedí un Sertal y me fui a dormir. Fue en vano. Dormí mal. Tuve un mal sueño, una pesadilla de hombres lobos que me perseguían. 






8 may 2009

Romper el cielo

Por Ricardo Gutman
Giros atribuidos al azar o a la voluntad divina, los milagros ocurren, pero no en la medida que uno desea. El cielo se abre todos los días, a cada paso, pero es tan frágil, tan corto, tan breve, tan fugaz, que nos parece siempre una mala broma. El suceso que a continuación relataré tratará de graficar, en la manera de lo posible, un suceso de estas características.
Nos encontrábamos en Sunchales con motivo de un Congreso de Educación organizado por una editorial rosarina. Más por la necesidad de salir de San Cristóbal que por motivos académicos logré convencer a mis compañeros de curso para que asistiéramos en grupo a dicho congreso. La respuesta afirmativa fue unánime. Sólo una persona me acompañó durante esos días. 
El individuo en cuestión era Néstor Díaz, un profesor de música amigo y compañero de estudios que quién sabe por qué razones aceptó gustoso mi idea de asistir al evento. Entusiasta como pocos, fue uno de los primeros en acreditarse y comprobar que por más voluntad que uno manifieste los congresos nunca empiezan a horario.
La mañana del primer día pasó como un suspiro blanco. Entre las acreditaciones y las conferencias el tiempo resultó poco, afuera Junio gozaba de su mejor salud y venía acompañado de una leve llovizna matutina que persuadía al público a quedarse en el auditorio; no está demás decir que las conferencias fueron excelentes y no hacían prever la desilusión de la tarde.
Decidimos volver cerca de las seis, desdeñando una conferencia sobre Vigotsky y su aplicación áulica para priorizar otra acerca de la complejidad en las Ciencias Sociales y su trama helicoidal simplemente por cuestiones prácticas: en ese entonces cursábamos Ciencias Sociales I.
La combinada puntualidad de la conferenciante y la del público dio lugar a un rumor de celulares apagándose que sirvió de entrada a la expositora, quien saludó a los presentes y nos introdujo en el tema. Quince minutos después nadie sabía cómo sentarse. La confusión se había apoderado del lugar y algunas maestras osadas se habían ausentado de la conferencia. La disertante, al ver reflejado en las caras el desconcierto del auditorio, se esmeraba en estructurar algún concepto de manera clara pero el número cada vez mayor de sillas vacías hacía mella en su ánimo, provocando una situación que bien podríamos calificar de incómoda.
Nosotros no éramos ajenos al malestar general. Desde nuestros humildes lugares de estudiantes compartíamos el mismo desconcierto que la mayoría pero nuestra negativa a dejar el lugar se fundaba en una sádica diversión, podríamos decir, más que el respeto que nos merecía la profesional. Cansados de reírnos, decidimos retirarnos unos minutos después que el resto.
Invadido por el humo, el hall del lugar se encontraba atestado de viciosos que no hablaban entre ellos; yo había logrado usurpar un sillón para esperar a Néstor y sin nada que hacer miraba a la gente deambular en una pecera de tres por siete.
Una hoja amarilla apareció frente a mí sostenida por una mano, todavía no había logrado enfocar los ojos cuando la voz de mi compañero terminó de decir “tenemos que ir”. Sin pensarlo dos veces salimos a la calle y enfilamos hacia el lugar. Afortunadamente alguien había tenido el buen tino de pegar en las puertas de los baños esta hoja que oficiaba de afiche publicitario, resumiendo que ese día visitaba la ciudad por segunda vez la arpista N... en el C..., 19.30 horas, entrada gratuita, etc. La tarde empezaba enfriarse a medida que se veía la noche avanzar.
Llegamos a horario y tuvimos que esperar hasta que la sala se llenase. Así estuvimos, esperando y mirando en nuestra primera fila perpendicular a la principal nuestro primer concierto de arpa, que empezó pasadas las ocho de la noche, cuando entró la arpista, una belleza rubia de unos veinte años que saludaba al público con una sonrisa celestial.
Las manos de la música planeaban sobre el instrumento. “Es cómo estar en el cielo” susurró una mujer atrás mío. Los primeros aplausos no tardaron en sonar: evidentemente emocionada, una señora de primera fila entrada en edad aplaudía con lágrimas en los ojos la actuación de la artista, acto reflejo que el resto de la sala apoyó. La joven bajó la cabeza en señal de agradecimiento y continuó la interpretación, absorta en lo suyo. Impresionado, yo trataba de ver como movía las manos y Néstor escuchaba con los ojos cerrados. La satisfacción se apoderó del lugar y las caras se concentraban en esa valquiria que hacía las delicias de los presentes. Antes de que terminase la primer canción, la mujer que había arrancado con los aplausos apenas ejecutó el primer acorde volvió a repetir la operación y todos la siguieron, aplaudiendo al unísono.
La señorita agradeció los aplausos y comentó que venía de tocar seis meses en un país árabe, que el repertorio incluía trece canciones populares latinoamericanas versionadas para el instrumento, que esperaba que la actuación sea del agrado de todos y largó sin intervalo la segunda canción.
La arpista abrazó el instrumento, como metiéndose dentro. Las notas empezaron a volar y la señora de la primera fila no pudo resistir la emoción y se largó de lleno a su tercer aplauso enardecido, poseída de admiración, sólo que ésta vez repitió la acción al principio, al medio y al final de la canción, seguida por todos los presentes en la sala.
Para el sexto tema ya sabíamos cómo venía la cosa y nuestro fastidio estaba llegando a su techo. La señora de enfrente, la de la primera fila, dirigía la batuta de aplausos que se repetían mecánicamente al principio, a la mitad y al final de los temas y mi amigo, profesor de música él, no paraba de repetir los epítetos más ofensivos hacia la anciana que no se privaba de colar algún “¡Bravo!” entre las efervescentes palmas del público si la ejecutante osaba mostrar su virtuosismo con alguna digitación magistral –que de hecho las tenía-. A esta altura la intérprete había borrado de la cara su simpatía y buena voluntad y de vez en cuando esbozaba una sonrisita complaciente sin poder esconder la molestia que le causaba la situación. Escuchar un tema completo sin la intervención de la señora y su séquito de aplaudidores se había convertido en un imposible.
A mediados de la octava canción comenzaron nuestras apuestas sobre cuando saldría la vieja – a esta altura de las circunstancias y en consecuencia de lo hecho ya había pasado a ser La Vieja- con su batería de aplausos y para el noveno tema nuestras risas se habían vuelto incontenibles producto de los aplausos, el fastidio de la artista, las apuestas y nuestra imposibilidad de escuchar el concierto, prolongándose inexorables hasta el final del concierto ante la mirada atónita de algunos asistentes.
Cuando logramos recuperar algo de la compostura perdida estábamos saliendo de la sala, de nuevo al frío, mezclados entre la gente que no se cansaba de calificar al espectáculo mientras se arrollaban las bufandas. Decidimos caminar directo al hotel y ver que deparaba la noche cuando unos pasos después escuchamos la voz de la señora que había sido la protagonista de la noche: “¡Hermoso, hermoso, realmente hermoso!” gritaba la garganta de la directora del concierto de aplausos y no pudimos hacer otra cosa que largarnos a reír sin control durante dos cuadras mientras la gente trataba de encontrar alguna explicación a nuestra risa tormentosa.
Poco a poco la gente se fue esfumando a medida que avanzábamos y la risa también. Las últimas cinco cuadras las hicimos en silencio, sin nadie alrededor. Rondaba en el aire la sensación de que algo no estaba bien. Yo me quedé pensando en la fragilidad del caso, con la impresión de que si alguien quiere puede romper el cielo con un solo golpe de manos. 





   
   

7 may 2009

La casa de los murciélagos

Por Ricardo Gutman
I
Hay algo que es evidente: somos las personas más pacientes que he tenido la oportunidad de conocer. Nos encanta esperar. Esperamos siempre y sabemos que lo que esperamos siempre llegará. No importa el tiempo que tengamos que esperar. Llegará. Estamos seguros de eso.
Cada vez me convenzo que más cosas pasan por que tienen que pasar (esas cosas que pasan y que no entendemos por qué) y que por más que uno quiera ocultarlas es cuestión de dejar pasar el tiempo para que la cosa se desborde y la pared se nos venga encima.
También es cierto, la mayoría de las veces uno ve lo que quiere ver (está comprobado, el mundo no es cómo es sino en tanto adaptación nuestra) y nuestro lugar es muestra patente de esto.
A primera vista semejante consenso en la “opinión pública” puede entusiasmar a más de un desprevenido, los mismos que dicen que San Cristóbal ha cambiado obra y gracia de las flores y el pavimento nuestro de cada día, y aventurarse a opinar que el avance del progreso es inminente, que cada vez falta menos, que todos están conformes. Y es así, la gran mayoría está conforme con lo que ve.

II
No sé por qué, pero sé que no estoy conforme con muchas cosas. De jodido, quizás, pero sé que no soy el único. Hace un tiempo ya largo que queremos hablar de cosas que nadie habla pero el problema más grande es que, precisa y puntualmente, nadie quiere hablar de lo que queremos hablar.
¿Cómo conciliar estos intereses adversos? Difícil situación, más cuando desde un lado se quiere saber y del otro se quiere ocultar. Presente la dicotomía, hay que tomar una posición y la posición está tomada: se hablará de lo que no se habla, aunque no se quiera.

III
La gente espera haciendo fila sobre la vereda de la casa de los murciélagos. Dócil, diligente, la gente espera lo que cada vez más cuesta tener. Apostada en la vereda desde tempranas horas de la mañana, la gente espera bajo este sol tan disuasivo, tan propio del norte santafesino. Pero la gente espera, amén del sol.
Adentro, el clima es sensiblemente diferente. Separadas de la gente que espera en las veredas y en sus adyacencias por vidrios opacos, señoritas de amable sonrisa atienden en las mesas certificando padrones y verificando que cada uno se lleve lo que le toca.  Siempre con una sonrisa de otro lugar, de otro mundo, entregan papeles, vales, certificados de situación en ese hall devenido en oficina.
La gente saldrá con esos vales y se dirigirá a los comercios adheridos para cambiar esos papelitos por comida. La práctica se repite, de vez en cuando, cada menos si se quiere, en el mismo lugar que antaño sirvió a otros fines.
Los tiempos han cambiado y el edificio permanece, en el mismo lugar, derruido y venido a menos. Su función no ha cambiado, sólo ha… cómo decirlo… evolucionado acorde a nuestros tiempos. Una placa en su interior, esas que sirven de recordatorio para los muertos, reza acerca de la necesidad de conservarlo y cuidarlo. En su base se estampa una firma que asegura lo escrito. Un hombre da fe de eso.
Pero todo esto ocurre en su hall. Más allá, detrás de las inmensas puertas cerradas, se encuentran sus butacas, su escenario, su telón, sus palcos, sus camarines, sus aplausos callados, los recuerdos de antaño y un coro de voces mudo por el tiempo.
Es que no se puede pasar. No está habilitada al público. Mientras tanto la gente que espera en la vereda es cada vez menos y la jornada va terminando con el sabor de la labor cumplida.     

IV
Nadie sabe bien cómo explicar el estado de abandono de tanta historia y como nadie sabe bien que pasó, nadie quiere hablar del tema. Prefieren ser contemporáneos. Ser contemporáneos, estar al pulso del tiempo que corre, es ser pragmático, es pararse dentro de cierto criterio operativo, funcional y cuantitativo muy poco definido.
Existen otras prioridades y se juega con ellas. O una cosa o la otra, las dos cosas no se puede. El problema es definir cuál es la prioridad superior y quién define esa prioridad. Habría que discutirlo, pero no se puede. Son tajantes, son operativos: “No hay plata para todo”, te dicen, y ahí se terminó la discusión.

V
Y la gente ya no mira a las puertas, esa gente ya sabe que cuando una puerta se cierra durante mucho tiempo cuesta mucho abrirla, salvo que pase algo fuera de lo común, un pase de magia, cierta revelación inesperada, y que mucha gente tenga la necesidad de abrir la misma puerta en el mismo momento. Pero eso es muy difícil en los tiempos que corren.
A pesar de estar cerrada, su sala principal no está deshabitada. En su escenario desvencijado danzan indiferentes los murciélagos ante un público inexistente, tristes fantasmas melancólicos que se conforman con ver en los vuelos errantes las glorias que pasaron.
Parado del otro lado, del lado del hall, no puedo evitar sentirme fuera de lugar. Quisiera ser murciélago. O fantasma. No importa, lo mismo da.