Por Ricardo Gutman
“(…) y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres, fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte (…)”
Albert Camus. La Peste
Nunca se supo bien pero cuenta la leyenda (una de las tantas) que Alejandro Magno fue muerto por un mosquito. Alejandro Magno, el hombre incomparable, el conquistador por excelencia, el que extendió la cultura helénica hacia rincones nunca explorados, el que todos los ególatras que alguna vez tuvieron poder quisieron emular, muerto por una de las criaturas más diminutas.
Es que el hombre cuando se envalentona pierde noción de la realidad y tiende a creer que la realidad es lo que él construye y se olvida de las miles de variables que no puede controlar, en este caso un mosquito. Alejandro no era griego, era macedonio, una raza más bien impura dentro de la construcción social helénica pero cómo buen reflejo de su tiempo no ignoraba las costumbres griegas ni era ajeno a ello. Pero al parecer a Alejandro se olvidó de una cosa.
Doy por descontado que Alejandro habrá escuchado más de una vez la historia del talón de Aquiles, ya sea por boca de Aristóteles, su tutor, de Filipo, su padre, o bien de algún sirviente o amigo pobre que los reyes suelen tener antes de ser reyes. Es probable que el joven Alejandro haya sufrido lo que los educadores denominan síndrome del conocimiento frágil o, en todo caso y lo más posible, es que haya sido un niño con desórdenes de atención o hiperkinético.
La cuestión es que se le olvidó. El mito es bellísimo. Más allá que sea la historia de amor de una madre hacia su hijo y la búsqueda desesperada por evitar que ese hijo sufra los avatares que le tiene reservados la vida, es un relato basado en las limitaciones y en la esperanza: nada existe que no tenga su punto débil, su fisura. No existe nada que no pueda derrotarse.
El mito es el primer intento del hombre por explicar los fenómenos que lo rodean y los cambios de la naturaleza con rasgos sobrenaturales, fantásticos, mágicos. Es también una herramienta pedagógica porque educa al hombre para comportarse en sociedad inculcando conductas y valores comunes, modos de ser, ejemplos de vida y una manera de ver el mundo; algo en que creer.
Un mito es un relato que lleva mucho tiempo construirse aunque por los tiempos en los que transitamos este tipo de construcciones parezcan mucho más fácil de materializarse por el vértigo en el que vivimos y la inundación constante de discursos a los que estamos expuestos. Lo cierto es que siempre un relato predomina sobre los otros transformándose en el oficial, en el aceptado, en el compartido por el conjunto social, convirtiéndose en una visión de la realidad, imponiéndose sobre relatos menores, menos difundidos, más relegados, pero no por eso menos reales.
Volvamos al mosquito. Ya sabemos que un mosquito puede matar a Alejandro Magno pero el poder del mosquito no radica en su picadura, ni siquiera en el virus que transporta. El poder del mosquito radica en su capacidad de revelar, mostrar, exhibir, desnudar los aspectos más escondidos, tapados, ocultos del relato, del mito dominante y que no es posible mostrar sin afectar la cualidad de dominio.
Pero es más que eso. El mosquito ha se vuelto una especie de ángel delator, exponiendo sin tapujos nuestras miserias más grandes, las deudas internas nunca pagas y siempre postergadas. Es que el mosquito siempre estuvo cerca nuestro, lo que ocurre es que nunca lo habíamos visto y parece que ha llegado para confundirnos a todos o bien para mostrarnos una realidad que nunca quisimos ver.
Con el correr de los días hemos podido comprobar la ineficiencia de la clase política ante este tipo de asuntos, la cuanto menos descarada política de ocultar información decisiva, la ignorancia manifiesta de los medios capitalinos sobre el otro país, ese que estamos acostumbrados a vivir, la paranoia social ante la desinformación o el bombardeo informativo poco claro o confuso, la intencionalidad de los medios masivos de comunicación de agravar esto aún más, la falta de infraestructura en todos los niveles y no hablemos de la oposición, que nunca está a la altura de las circunstancias.
Atónitos asistimos a una oleada de charlas preventivas que no previenen nada porque el dengue está a la vuelta de la esquina, a la inconsistencia de un sistema sanitario que llegado el caso no podrá asistirnos porque los hospitales que debiesen estar abiertos no están abiertos y los que están abiertos no dan a basto con las camas. Como si esto fuera poco la viveza argentina lucra con la necesidad y encontrar un repelente o un tafirol se ha convertido en una verdadera aventura. Mientras tanto el mosquito avanza. Y la epidemia también.
Pero el problema no es el mosquito y su irreverencia de avanzar sobre el territorio sin pedir permiso. Ni siquiera el dengue es el problema. El problema es la epidemia de la pobreza, la pobreza estructural, la peor de todas, la que se construye con intención de que se reproduzca, esa que parece de la que no se puede salir.
Es que la realidad es demasiado compleja. La gobernabilidad es la capacidad de un gobierno de dar respuesta en el tiempo más corto a los reclamos de un sector y eso no se logra con subsidios a empresas capitalinas o concesiones a ciertos sectores de poder con la intención de comprar lealtades. Eso sólo tapa el problema convirtiendo esa salida para adelante en una olla a presión. Hay que pagar las deudas. No estamos tan bien o por lo menos no lo suficientemente bien si un mosquito alcanza para destapar todo. Un mosquito, un díptero, un ser diminuto, pequeño, un animalito de Dios o, llegado el caso, una flecha que vuela con destino al talón de un héroe.