Por Ricardo Gutman
Sin quererlo, Josecito me ha enseñado la técnica de volar. Al parecer es un experto en esas cuestiones, el vuela sin hacerse demasiado problema de lo que dirán los demás, concentrado en perfeccionar su técnica diariamente con una dedicación propia de un oriental.
Siempre lo sospeché, de hecho en innumerables oportunidades sentí la cercanía de la elevación, ese instante previo en el cual uno desarrolla su mayor velocidad a medida que corre y siente que ese es el momento de soltarse… Pero siempre ocurre lo mismo: nunca salgo del suelo porque justo antes de que eche a volar me acuerdo que los humanos no pueden volar. Hasta ese día.
Es desalentador saberse tan cerca de semejante proeza y no poder realizarla por saber que es imposible, que no tenemos alas, ni plumas ni huesos huecos que nos permitan levantar vuelo como cualquier gorrión distraído.
Algo parecido me ha pasado siempre en mis sueños, pero mucho más angustiante que en la realidad. Independiente del lugar, que puede ser un desierto o una pradera, mi cuerpo corre desaforado por la superficie indeterminada. Nunca sé en realidad donde estoy pero sé que estoy en el aire. Desde ese aire siempre me veo corriendo y a medida que levanto velocidad voy acercándome a mí, medio planeando y medio cayendo, hasta posarme en mí, poseerme y ver por los ojos de mi propio cuerpo en movimiento como todo va transformándose en líneas que me atraviesan cada vez más veloces.
A medida que la velocidad aumenta, mi pecho se expande y el aire empieza a colarse por todos los poros de la piel, hasta no sentir más la materia sino aire en expansión. Ese es el momento previo al vuelo, cuando la piel se transforma en una vaga tela sin pliegues ni control, justo cuando empiezo a dar las clásicas zancadas, saltando en largo, siempre unos tres pasos, cada vez más largos, hasta que por fin tomo vuelo y me elevo, flameante y desordenado, en el aire.
Siempre me sorprende la ascensión por su rapidez. De manera instantánea me coloco a una altura lo bastante alejada cómo para darme cuenta de que el mundo, eso que hasta hace unos segundos estaba pisando, es lo más parecido a una alfombra y de que el horizonte, desde este lugar, se ensancha y se curva a más no poder, y se pueden ver los lugares que desde el piso es imposible advertir. Por unos segundos o por toda la noche logro ser, si se puede llegar a serlo, omnipotente.
Cuando la realidad se mete en los sueños las cosas cambian de manera repentina porque mientras se está dentro del sueño se sabe que las cosas son así y que sólo ocurren en ese lugar, cuando un dato de la realidad se cuela donde no tiene que estar tomamos conciencia de la fantasía y su imposibilidad. Y el vidrio se rompe y las astillas nos despiertan y mientras el vuelo es inconsciente es real pero cuando el soñador se da cuenta de que eso no se puede hacer, la tela que hacía de piel se corta y la angustia se cuela por ese agujero abierto en la mitad del camino del ombligo al corazón y lo que era vuelo es ahora una turbulenta caída libre.
Pero nunca me estrello. Siempre me despierto antes, cuando me convenzo en medio del peligro y la desesperación de que todo es un sueño. Pero una vez despierto el agujero sigue allí.
II
Pero al parecer Josecito sabe cómo volar. Y lo hace todos los días el muy soberbio. La envidia es uno de los sentimientos más raros que he tenido la oportunidad de experimentar. Por un lado, si se potencia su lado más mezquino puede llegar a carcomernos la vida, por el otro, si la envidia es sana, puede transformarse en admiración y esa admiración en un motor de crecimiento personal y espiritual.
Eso me pasó con Josecito. Siempre me ha sorprendido la sabiduría contenida en una persona tan pequeña y tan simple. Fue una tarde de domingo, cigarrillo en mi mano izquierda, mate amargo en mi mano derecha, cuando salí a buscar el aire del patio para refrescarme y tomar una pausa absolutamente necesaria. Al salir, Josecito volando tranquilo por el patio de la casa. Como si nada. Inmutable ante mi presencia. Volando. Aprovechando cincuenta metros de patio y árboles y plantas y espacio y soledad de los domingos.
Como pude me senté en una de las sillas de plástico más débiles que había en el lugar mientras lo miraba planear. Y quizás hubiera seguido volando si no hubiese visto mi cara de estúpido y mi cigarrillo quemarse contra mis dedos, por eso al detectar mi presencia giró suavemente sobre su brazo izquierdo y enfiló hacia mi lugar, aterrizando suavemente sobre sus dos piernas en el pasto que se agitaba por la turbulencia. Sin decir nada se sentó a mi lado con las piernas cruzadas en la gramínea y se acomodó un poco el pelo despeinado de tanto planear.
Durante unos cinco minutos ninguno de los dos dijo nada. Un silencio de sala de espera pobló el patio mientras yo no podía salir de mi asombro. Aburrido, Josecito sólo miraba el cielo. No me dejó preguntarle nada. “No es tan difícil, hay que practicar, si querés te enseño” fue lo primero que dijo.
Y tenía razón. La técnica carece de misterios. No hay que concentrarse mucho, simplemente hay que encorvar la espalda hasta dejarla paralela al piso, desplegar los brazos también paralelos al piso como si fueran alas, mirar hacia el cielo y empezar a correr mientras se expira aire por el labio superior. Al parecer ese el secreto de volar, zumbar bien con los labios para sacarse el aire mientras la velocidad de la carrera aumenta y uno levanta vuelo casi sin darse cuenta.
Cómo buen profesor tomó las precauciones necesarias.
-Antes hay que vencer al miedo- me previno serio.
-¿El miedo a qué?
-A volar. Ocurre que cuando te das cuenta de que estás volando es muy fácil pensar que no se puede porque nunca antes lo hiciste y empezás a caerte. A mí no me cuesta nada porque soy un nene –me respondió fastidioso, como contestando una obviedad.
Superar el miedo me llevó unas cuatro semanas, dos veces por semana, los sábados y los domingos. El cuarto sábado empecé a levantar vuelo sin tanto temor hasta que recién a la quinta clase pude alcanzar su altura, baja también, unos tres metros del piso, por temor a escandalizar a los vecinos.
-Cuando voy al campo es más fácil porque es más difícil que te vean, ahí no hay problema- me explicó mi amigo cuando pregunté porque no se podía volar más alto en su casa.
Debo reconocer que los progresos han sido significativos. Cada vez me cuesta menos y aunque cueste creerlo, volar se ha vuelto una experiencia corriente, pero sólo cuando estoy con Josecito logro planear de la mejor manera, en otros lugares me es realmente muy difícil. “Es cuestión de tiempo” me dice el profesor.