Por Ricardo Gutman
Hay algo que es evidente: somos las personas más pacientes que he tenido la oportunidad de conocer. Nos encanta esperar. Esperamos siempre y sabemos que lo que esperamos siempre llegará. No importa el tiempo que tengamos que esperar. Llegará. Estamos seguros de eso.
Cada vez me convenzo que más cosas pasan por que tienen que pasar (esas cosas que pasan y que no entendemos por qué) y que por más que uno quiera ocultarlas es cuestión de dejar pasar el tiempo para que la cosa se desborde y la pared se nos venga encima.
También es cierto, la mayoría de las veces uno ve lo que quiere ver (está comprobado, el mundo no es cómo es sino en tanto adaptación nuestra) y nuestro lugar es muestra patente de esto.
A primera vista semejante consenso en la “opinión pública” puede entusiasmar a más de un desprevenido, los mismos que dicen que San Cristóbal ha cambiado obra y gracia de las flores y el pavimento nuestro de cada día, y aventurarse a opinar que el avance del progreso es inminente, que cada vez falta menos, que todos están conformes. Y es así, la gran mayoría está conforme con lo que ve.
II
No sé por qué, pero sé que no estoy conforme con muchas cosas. De jodido, quizás, pero sé que no soy el único. Hace un tiempo ya largo que queremos hablar de cosas que nadie habla pero el problema más grande es que, precisa y puntualmente, nadie quiere hablar de lo que queremos hablar.
¿Cómo conciliar estos intereses adversos? Difícil situación, más cuando desde un lado se quiere saber y del otro se quiere ocultar. Presente la dicotomía, hay que tomar una posición y la posición está tomada: se hablará de lo que no se habla, aunque no se quiera.
III
La gente espera haciendo fila sobre la vereda de la casa de los murciélagos. Dócil, diligente, la gente espera lo que cada vez más cuesta tener. Apostada en la vereda desde tempranas horas de la mañana, la gente espera bajo este sol tan disuasivo, tan propio del norte santafesino. Pero la gente espera, amén del sol.
Adentro, el clima es sensiblemente diferente. Separadas de la gente que espera en las veredas y en sus adyacencias por vidrios opacos, señoritas de amable sonrisa atienden en las mesas certificando padrones y verificando que cada uno se lleve lo que le toca. Siempre con una sonrisa de otro lugar, de otro mundo, entregan papeles, vales, certificados de situación en ese hall devenido en oficina.
La gente saldrá con esos vales y se dirigirá a los comercios adheridos para cambiar esos papelitos por comida. La práctica se repite, de vez en cuando, cada menos si se quiere, en el mismo lugar que antaño sirvió a otros fines.
Los tiempos han cambiado y el edificio permanece, en el mismo lugar, derruido y venido a menos. Su función no ha cambiado, sólo ha… cómo decirlo… evolucionado acorde a nuestros tiempos. Una placa en su interior, esas que sirven de recordatorio para los muertos, reza acerca de la necesidad de conservarlo y cuidarlo. En su base se estampa una firma que asegura lo escrito. Un hombre da fe de eso.
Pero todo esto ocurre en su hall. Más allá, detrás de las inmensas puertas cerradas, se encuentran sus butacas, su escenario, su telón, sus palcos, sus camarines, sus aplausos callados, los recuerdos de antaño y un coro de voces mudo por el tiempo.
Es que no se puede pasar. No está habilitada al público. Mientras tanto la gente que espera en la vereda es cada vez menos y la jornada va terminando con el sabor de la labor cumplida.
IV
Nadie sabe bien cómo explicar el estado de abandono de tanta historia y como nadie sabe bien que pasó, nadie quiere hablar del tema. Prefieren ser contemporáneos. Ser contemporáneos, estar al pulso del tiempo que corre, es ser pragmático, es pararse dentro de cierto criterio operativo, funcional y cuantitativo muy poco definido.
Existen otras prioridades y se juega con ellas. O una cosa o la otra, las dos cosas no se puede. El problema es definir cuál es la prioridad superior y quién define esa prioridad. Habría que discutirlo, pero no se puede. Son tajantes, son operativos: “No hay plata para todo”, te dicen, y ahí se terminó la discusión.
V
Y la gente ya no mira a las puertas, esa gente ya sabe que cuando una puerta se cierra durante mucho tiempo cuesta mucho abrirla, salvo que pase algo fuera de lo común, un pase de magia, cierta revelación inesperada, y que mucha gente tenga la necesidad de abrir la misma puerta en el mismo momento. Pero eso es muy difícil en los tiempos que corren.
A pesar de estar cerrada, su sala principal no está deshabitada. En su escenario desvencijado danzan indiferentes los murciélagos ante un público inexistente, tristes fantasmas melancólicos que se conforman con ver en los vuelos errantes las glorias que pasaron.
Parado del otro lado, del lado del hall, no puedo evitar sentirme fuera de lugar. Quisiera ser murciélago. O fantasma. No importa, lo mismo da.