8 may 2009

Romper el cielo

Por Ricardo Gutman
Giros atribuidos al azar o a la voluntad divina, los milagros ocurren, pero no en la medida que uno desea. El cielo se abre todos los días, a cada paso, pero es tan frágil, tan corto, tan breve, tan fugaz, que nos parece siempre una mala broma. El suceso que a continuación relataré tratará de graficar, en la manera de lo posible, un suceso de estas características.
Nos encontrábamos en Sunchales con motivo de un Congreso de Educación organizado por una editorial rosarina. Más por la necesidad de salir de San Cristóbal que por motivos académicos logré convencer a mis compañeros de curso para que asistiéramos en grupo a dicho congreso. La respuesta afirmativa fue unánime. Sólo una persona me acompañó durante esos días. 
El individuo en cuestión era Néstor Díaz, un profesor de música amigo y compañero de estudios que quién sabe por qué razones aceptó gustoso mi idea de asistir al evento. Entusiasta como pocos, fue uno de los primeros en acreditarse y comprobar que por más voluntad que uno manifieste los congresos nunca empiezan a horario.
La mañana del primer día pasó como un suspiro blanco. Entre las acreditaciones y las conferencias el tiempo resultó poco, afuera Junio gozaba de su mejor salud y venía acompañado de una leve llovizna matutina que persuadía al público a quedarse en el auditorio; no está demás decir que las conferencias fueron excelentes y no hacían prever la desilusión de la tarde.
Decidimos volver cerca de las seis, desdeñando una conferencia sobre Vigotsky y su aplicación áulica para priorizar otra acerca de la complejidad en las Ciencias Sociales y su trama helicoidal simplemente por cuestiones prácticas: en ese entonces cursábamos Ciencias Sociales I.
La combinada puntualidad de la conferenciante y la del público dio lugar a un rumor de celulares apagándose que sirvió de entrada a la expositora, quien saludó a los presentes y nos introdujo en el tema. Quince minutos después nadie sabía cómo sentarse. La confusión se había apoderado del lugar y algunas maestras osadas se habían ausentado de la conferencia. La disertante, al ver reflejado en las caras el desconcierto del auditorio, se esmeraba en estructurar algún concepto de manera clara pero el número cada vez mayor de sillas vacías hacía mella en su ánimo, provocando una situación que bien podríamos calificar de incómoda.
Nosotros no éramos ajenos al malestar general. Desde nuestros humildes lugares de estudiantes compartíamos el mismo desconcierto que la mayoría pero nuestra negativa a dejar el lugar se fundaba en una sádica diversión, podríamos decir, más que el respeto que nos merecía la profesional. Cansados de reírnos, decidimos retirarnos unos minutos después que el resto.
Invadido por el humo, el hall del lugar se encontraba atestado de viciosos que no hablaban entre ellos; yo había logrado usurpar un sillón para esperar a Néstor y sin nada que hacer miraba a la gente deambular en una pecera de tres por siete.
Una hoja amarilla apareció frente a mí sostenida por una mano, todavía no había logrado enfocar los ojos cuando la voz de mi compañero terminó de decir “tenemos que ir”. Sin pensarlo dos veces salimos a la calle y enfilamos hacia el lugar. Afortunadamente alguien había tenido el buen tino de pegar en las puertas de los baños esta hoja que oficiaba de afiche publicitario, resumiendo que ese día visitaba la ciudad por segunda vez la arpista N... en el C..., 19.30 horas, entrada gratuita, etc. La tarde empezaba enfriarse a medida que se veía la noche avanzar.
Llegamos a horario y tuvimos que esperar hasta que la sala se llenase. Así estuvimos, esperando y mirando en nuestra primera fila perpendicular a la principal nuestro primer concierto de arpa, que empezó pasadas las ocho de la noche, cuando entró la arpista, una belleza rubia de unos veinte años que saludaba al público con una sonrisa celestial.
Las manos de la música planeaban sobre el instrumento. “Es cómo estar en el cielo” susurró una mujer atrás mío. Los primeros aplausos no tardaron en sonar: evidentemente emocionada, una señora de primera fila entrada en edad aplaudía con lágrimas en los ojos la actuación de la artista, acto reflejo que el resto de la sala apoyó. La joven bajó la cabeza en señal de agradecimiento y continuó la interpretación, absorta en lo suyo. Impresionado, yo trataba de ver como movía las manos y Néstor escuchaba con los ojos cerrados. La satisfacción se apoderó del lugar y las caras se concentraban en esa valquiria que hacía las delicias de los presentes. Antes de que terminase la primer canción, la mujer que había arrancado con los aplausos apenas ejecutó el primer acorde volvió a repetir la operación y todos la siguieron, aplaudiendo al unísono.
La señorita agradeció los aplausos y comentó que venía de tocar seis meses en un país árabe, que el repertorio incluía trece canciones populares latinoamericanas versionadas para el instrumento, que esperaba que la actuación sea del agrado de todos y largó sin intervalo la segunda canción.
La arpista abrazó el instrumento, como metiéndose dentro. Las notas empezaron a volar y la señora de la primera fila no pudo resistir la emoción y se largó de lleno a su tercer aplauso enardecido, poseída de admiración, sólo que ésta vez repitió la acción al principio, al medio y al final de la canción, seguida por todos los presentes en la sala.
Para el sexto tema ya sabíamos cómo venía la cosa y nuestro fastidio estaba llegando a su techo. La señora de enfrente, la de la primera fila, dirigía la batuta de aplausos que se repetían mecánicamente al principio, a la mitad y al final de los temas y mi amigo, profesor de música él, no paraba de repetir los epítetos más ofensivos hacia la anciana que no se privaba de colar algún “¡Bravo!” entre las efervescentes palmas del público si la ejecutante osaba mostrar su virtuosismo con alguna digitación magistral –que de hecho las tenía-. A esta altura la intérprete había borrado de la cara su simpatía y buena voluntad y de vez en cuando esbozaba una sonrisita complaciente sin poder esconder la molestia que le causaba la situación. Escuchar un tema completo sin la intervención de la señora y su séquito de aplaudidores se había convertido en un imposible.
A mediados de la octava canción comenzaron nuestras apuestas sobre cuando saldría la vieja – a esta altura de las circunstancias y en consecuencia de lo hecho ya había pasado a ser La Vieja- con su batería de aplausos y para el noveno tema nuestras risas se habían vuelto incontenibles producto de los aplausos, el fastidio de la artista, las apuestas y nuestra imposibilidad de escuchar el concierto, prolongándose inexorables hasta el final del concierto ante la mirada atónita de algunos asistentes.
Cuando logramos recuperar algo de la compostura perdida estábamos saliendo de la sala, de nuevo al frío, mezclados entre la gente que no se cansaba de calificar al espectáculo mientras se arrollaban las bufandas. Decidimos caminar directo al hotel y ver que deparaba la noche cuando unos pasos después escuchamos la voz de la señora que había sido la protagonista de la noche: “¡Hermoso, hermoso, realmente hermoso!” gritaba la garganta de la directora del concierto de aplausos y no pudimos hacer otra cosa que largarnos a reír sin control durante dos cuadras mientras la gente trataba de encontrar alguna explicación a nuestra risa tormentosa.
Poco a poco la gente se fue esfumando a medida que avanzábamos y la risa también. Las últimas cinco cuadras las hicimos en silencio, sin nadie alrededor. Rondaba en el aire la sensación de que algo no estaba bien. Yo me quedé pensando en la fragilidad del caso, con la impresión de que si alguien quiere puede romper el cielo con un solo golpe de manos.