Por Ricardo Gutman
Contrariamente a lo acostumbrado, el Negro pasó temprano por casa. Minutos después de ponernos al día nos subimos al auto y salimos a ver cómo estaba la ciudad, conscientes de que no encontraríamos nada distinto al paisaje de otras noches. Animales de costumbre, estas rondas se volvieron bastante regulares en los últimos tiempos y no tienen otro fin que matar el tiempo que queda hasta acostarse, por lo que no esperamos nada raro.
La ciudad suele ser bastante tranquila de noche, salvo los primeros días del mes en que la mayoría tiene plata fresca en el bolsillo y salen a gastarla; entonces se ven los bares abiertos hasta altas horas de la madrugada llenos de gente no importa el día que sea y siempre hay algún nostálgico que recuerda tiempos mejores y cosas por el estilo. El resto de los días no pasa gran cosa. A no ser que se tenga una imaginación frondosa y mucho tiempo que perder.
Igualmente la noche depara sorpresas, expone cosas. Y no hace falta mucho. Si tan sólo se hiciera la prueba de quedarse sentado en un mismo lugar durante un tiempo determinado las regularidades empiezan a saltar de manera casi instantánea, exhibiendo conductas, costumbres, relaciones, situaciones. La gente hace casi siempre lo mismo, lo que no quiere decir que no pase nada.
Pero esta noche es una de la última decena de febrero y es una de esas noches secas donde cada cerveza suele ser un lujo. Llegamos al carribar dos horas después de haber dado vueltas sin rumbo por una ciudad desierta que poco ofrecía pasada la medianoche. Adelante nuestro había unas cinco personas, por lo que esperamos nuestro turno dentro del coche. Pedimos dos hamburguesas y para matar la espera prendimos unos cigarrillos.
La gente se sentaba a esperar la comida alrededor del carribar y a medida que recibía su pedido tomaba lugar en los canteros de la plaza. Cuando llegó nuestro turno nos bajamos del auto, el Negro pagó las hamburguesas y para variar nos sentamos en los canteros de la Almirante Brown. Atrás nuestro estaban los muertos en el papel. Yo le pagué mi parte. Absortos en comer, hablamos muy poco.
Las personas seguían llegando a pesar de la hora. Como una nube de humo la figura se fue dibujando por el extremo derecho de mis ojos, difusa al principio, más consistente a medida que pasaba el tiempo. Pegado a la ventana del carribar estaba el pibe, supongo que de unos diez años. Creo haberlo visto deambular por las calles a la misma hora días atrás. Su cabeza coronada de cabellos largos, morenos y chuzos no se movía del lugar. Nos miraba. Nos miraba comer.
La remera se balanceaba sobre su torso sin el menor esfuerzo. El viento le daba de frente y dibujaba su delgadez en la remera. Flaco, de piernas finas cubiertas a duras penas por un short hecho de los retazos azules de un pantalón de gimnasia, el pibe no se movía. No sé bien si nos miraba a nosotros o a todos, el hecho era que no se movía del lugar. Apoyado en su brazo izquierdo parecía inmutable a la gente que llegaba a hacer su pedido. Las personas hacían lo mismo. Parecían no verlo.
Ya he visto a otros pibes como él deambular por las calles de la ciudad, incluso mucho más chicos. A veces pienso que cada vez son más. Uno se pregunta siempre lo mismo, qué hacen a esta hora si hoy es domingo y mañana tiene que ir a la escuela. Quién sabe si van a la escuela. Y las preguntas siguen volando y se juzga a los padres y mil cosas más que nadie sabe porque pasan pero es un rato porque después se te olvida y el pibe crece y ya le perdiste las facciones y no lo ves más y se mezcla entre todos y es otra cosa que pasó.
Yo me pregunto lo mismo, qué hace este pibe a esta hora, casi la una de la madrugada, en este lugar, domingo, mientras cómo la hamburguesa y miro el tacho de basura que tengo enfrente. El Negro no dice nada pero mueve la pierna izquierda de arriba abajo. Y el pibe sigue ahí mientras nosotros comemos nuestras hamburguesas. Mientras todos comemos nuestras hamburguesas. Alguna que otra moto le pasa al lado, levantando tierra.
Ahora el pibe es más sombra que antes porque la luz que le da de atrás desvanece todos sus rasgos y se transforma en una mancha. Yo pienso que éste es el último pucho que me queda y el Negro me pide fuego sin dejar de mover la pierna izquierda. No dice nada pero está incómodo. El pibe sigue ahí, mirando a todo el mundo. Sé que no puedo hacer nada.
Sin decir nada el Negro se levanta y se va a hasta donde está el niño, hurgando su bolsillo trasero derecho. Creo que le pregunta algo porque el pibe asiente con la cabeza, se da vuelta hacia la ventana del carribar y deja un billete. El pibe lo mira mientras el Negro le acaricia la cabeza y vuelve al cantero, prendiendo su pucho ya con las piernas quietas. Antes de irse el pibe saludó al Negro que todavía no había terminado su cigarrillo y hamburguesa en mano se fue sin decir más, perdiéndose entre las sombras de calle Belgrano. Un rato después subimos al auto y nos fuimos. No le pregunté nada.
Cuando me dejó en casa eran cómo las tres de la mañana. Me despedí pero antes de entrar me sentí mal y enfilé directo al kiosco, pedí un Sertal y me fui a dormir. Fue en vano. Dormí mal. Tuve un mal sueño, una pesadilla de hombres lobos que me perseguían.