Por Ricardo Gutman
I
El camino está inscripto en la memoria, tatuado, y el sólo hecho de saber que está lleno de escarcha hace acurrucar a Abel en la cama, deseoso de ser un microbio o algo que no necesite ropa para andar por la calle o que no necesite vestirse para enfrentar el invierno que cada vez viene peor.
Dos frazadas de dos plazas, la protección justa que otorga calor y no corta la circulación de la sangre, uno puede estar si quiere días enteros metido en la cama arropado con dos frazadas de dos plazas, tapado hasta las orejas, sellando los huecos por los que se cuela el invierno, amoldándose a los pliegues, aprovechando las depresiones del colchón, entregándose a la pereza. Si uno tiene suerte y se enferma, la madre puede abrirle el postigo durante el día para que el sol se refracte en el vidrio de la ventana y penetre en la pieza, envolviendo el ambiente y pegándose en las paredes. Pero no se puede, tiene que ir a la escuela, porque sí, porque tiene que ir. El desayuno todavía está por hacerse, breve consuelo de leche y café bien rápido porque la pereza atrasa siempre todo. Todavía le falta vestirse, enfrentar el agua congelada de las siete de la mañana que se vierte desde la canilla, despertarse, “Pero uno siempre se despierta”, se dice Abel, “tarde o temprano uno siempre tiene que despertarse”.
El vapor del café refresca la cara helada de Abel y humedece su nariz. A través del copo de vapor Abel piensa en el trayecto, en el frío trayecto camino al colegio. No es que sea mucho, no son más que ocho cuadras de viento gélido que se estaciona en el patio de la escuela, esperando que la bandera se ize al ritmo de una aurora que tirita y cumplir con las obligaciones patrias de soportar estoicamente el frío por respeto a la enseña, tan celeste y blanca como el invierno que se pega al denim de los pantalones y así, contentos, ser empujados a las aulas huérfanas de estufas.
Camino al colegio, Abel ya dejó atrás el lavatorio, la fría tortura de lavarse la cara a las siete de la mañana, el vestirse apurado, salir con el desayuno a flor de glotis. En la calle se dibuja la fila de municipales encogidos que caminan directo al taller luego de haber marcado tarjeta en la Municipalidad. Sin mayor preocupación los obreros saludan al pibe que displicentemente devuelve la atención mientras vuelven a la conversación. Abel no conoce a ninguno y nunca estuvo al tanto del contenido de las conversaciones pero aquí es obligación devolver el saludo. Lo sabe desde que iba a la primaria.
Como la mayoría de los chicos de su edad, Abel tiene la costumbre de fumarse un cigarrillo camino a la escuela, primer cigarrillo del día, después de comprarlos en el quiosco que está a dos cuadras de su casa. Como todos los días, Abel saluda al kiosquero que ya se acostumbró a su pedido diario de Lucky diez pero esta vez le agrega la compra de un encendedor, calcula si el dinero que tiene le alcanzará para comprarse todo, el paquete de cigarrillos y el encendedor tipo garrafa que garantiza más encendidas que ningún otro. Con la plata justa paga al kiosquero, saluda y sigue su camino rumbo al colegio. De memoria.
II
8 dic 2009
Abel
Todavía oscuro, el cielo no hace más que acentuar el frío del ambiente. Una muchedumbre envuelta en camperas, bufandas y guantes polares se acerca lentamente a izar la bandera inmóvil en la base del mástil. Ya en la puerta de la escuela, el cigarrillo se desprende de la mano de Abel para morir en la escarcha del cantero. Apurado, se dirige al patio exterior, donde la mayoría de los alumnos y docentes se encuentran formados, esperando a que lleguen los rezagados que quedaron en los cursos. La gente llega y los rumores se aplacan. El frío congela los maquillajes de las docentes y las posturas de los chicos a medida que el paño sube a una velocidad de grados bajo cero. Apenas llega a su cúspide, todo el personal pasa directamente a sus lugares, los chicos a los cursos, sin esperar el saludo de la directora. Los alumnos se agolpan como ganado y comienzan los primeros murmullos oficiales del día. Afuera la bandera ondea tímida en el patio. El sol hace lo posible para que amanezca.
Los pedagogos debiesen saber que los lunes a la mañana junto a los domingos a la tarde son los momentos donde el ser humano está más expuesto al suicidio. Comprobado estadística y científicamente por Emile Durkheim hace ya más de un siglo, es evidente que son esas horas las más críticas de la semana, donde la mayoría de las cosas carecen de sentido porque el tiempo se empecina en correr de otra manera y el ser humano es más vulnerable.
Es que los domingos a la tarde trastocan drásticamente el sentido de los días; si los días tienen sentido en sí, es decir, durante la semana uno vive los días de una manera ya establecida, espera lo que va a pasar sabiendo que el martes viene con tantas actividades y prepara las cosas para el miércoles, el miércoles es quizás el día más intenso, el jueves baja un poco y el viernes se mueve por la inercia del fin, ya se sabe que se termina la semana laboral, se vive de otra manera porque es viernes, sobre todo a la tarde o después de las ocho de la noche, es el día en el que se agradece que el trabajo termine y donde uno se enamora, como dice Robert Smith. El sábado está dedicado al goce y el domingo a la mañana a dormir. Ya se sabe que se hará. Los días se llenan solos. O se puede vivir toda la semana a full, aunque no es conveniente. Pero el domingo a la tarde es mortal porque hay que buscar como llenarlo, se pueden elegir maneras de sedarse y pasar el domingo, sobredosis de fútbol o películas varias para pasar la tarde y gran parte de la noche. El problema es cómo llenarlo, el riesgo es entregarse al domingo a la tarde sin haber previsto nada. Los lunes a la mañana son la continuación del domingo, por eso no se debe prever una evaluación para un lunes a la mañana. Está condenada al fracaso. Pedagógicamente hablando, es poco fructífera.
III
Lunes por la mañana, Abel tiene una evaluación, de Física, termodinámica. Lo único que Abel sabe de la termodinámica es que es una rama de la física que estudia los efectos de los cambios de temperatura, presión y volumen de los sistemas a un nivel macroscópico y que tiene tres leyes que ignora absolutamente. No es que no sea inteligente, sino que Abel tiene un problema: déficit de atención, atención dispersa, dicen que se llama. Está resignado pero igual entra al curso, que poco a poco se convierte en una jaula de palabras, murmullos y noticias frescas o no tan frescas. Nadie habla de la evaluación. Tampoco ha llegado el profesor. Nadie se sienta. Abel se apoya en la mesa, repasa por enésima vez la bandeja de entrada de mensajes de su celular en lo que va de la mañana para ver si alguien dejó algún mensaje pero no hay novedades desde ayer a la noche y guarda su teléfono en el bolsillo.
La profesora saluda y lentamente los alumnos ocupan sus lugares. El aula es un frezzer, las estufas brillan por su ausencia por un problema eléctrico de la escuela: “si enchufamos una estufa salta toda la instalación eléctrica” dijo la vicedirectora al principio del otoño, augurando un gélido invierno desde marzo. Por eso nadie se saca las camperas hasta las 10 de la mañana. Sin esperar a que los perezosos se sienten, la profesora comienza a repartir las hojas con las preguntas de la evaluación que fotocopió antes de entrar al curso; de allí la demora. Cuando la hoja llega al banco de Abel, en el extremo derecho del fondo del aula mirando al pizarrón, no sabe que se quedará allí por unos cinco minutos antes que Abel sienta la más mínima inclinación para ver lo que dicen las preguntas del examen. Las indicaciones de la docente pasan desapercibidas como el rumor del viento en las casuarinas, por lo menos para el oído de Abel.
IV
Sin intención de completar alguna pregunta de la evaluación, la mente de Abel se pierde en cualquier lugar. En algunos momentos, por la inercia del sueño, cabecea con intenciones de dormitar pero se sobresalta y vuelve en sí, con esa sensación tan horrible en el centro del pecho, como en esas noches de insomnio cuando se quiere dormir pero no puede y se despierta repetidas veces, entre ahogado y asustado. El ambiente ayuda, tan silencioso y frío. Pero sólo que ahora es en el salón de clases. Y no debe dormirse por riesgo a una sanción. La mañana avanza. Tímidos rayos de sol se asoman pero el frío no mengua. A estas alturas Abel ya decidió entregar la evaluación en blanco. Adentro todavía todos con camperas y bufandas. El viento parece haberse levantado con más fuerza porque las ramas de los árboles arañan las ventanas del aula en el primer piso. Abel ya no sabe que hacer. Mira el techo. Ya revisó nuevamente la bandeja de entrada de su celular. Ya jugó a los tres jueguitos. Ya rayó la mesa con su nombre decorado en líquido corrector. Ya intentó dormir aunque no pudo. Abel se aburre. Y sigue haciendo frío.
Entonces recuerda el slogan del encendedor tipo garrafita que compró rato antes que garantiza más de tres mil encendidas. Calcula. Un segundo por encendida son tres mil segundos, tres mil segundos son cincuenta minutos, cincuenta minutos casi una hora, un poco más de lo que queda para que termine la evaluación. Si el slogan es verdad el encendedor podría calentar toda el aula por unos cuarenta minutos y sobraría. Sólo un encendedor. Y de los más caros. Los otros, los más baratos, esos transparentes, seguro que se romperían antes pero bien podrían durar unos veinte minutos. Sólo sería cuestión de probar. Y de aguantar el tiempo suficiente con el pulgar apretado.
V
El chasquido de la piedra pasa desapercibido entre las ramas que rozan el vidrio de las ventanas y Abel decide mantener encendido el encendedor el mayor tiempo posible. Cómo está atrás de todos nadie lo ve. No hay nada mejor que hacer. Cinco minutos después las primeras bufandas van tomando su lugar en el respaldar de las sillas y a los diez minutos a no hay nadie con camperas. Abel aguanta y el dedo no se quema. El ambiente ha cambiado sensiblemente. Afuera el viento sigue moviendo las ramas de los árboles pero adentro está templado y si bien sólo han pasado unos diez minutos los vidrios ya empiezan a condensarse. “Quizás sea sólo casualidad” se dice Abel, que no entiende mucho de lo que está pasando.
Como si de una coreografía se tratase, a los quince minutos los pulóveres empezaron a salir de los cuerpos perfectamente coordinados. Una leve brisa remolineaba en el aula acunando los cortinados color durazno. Semejante cambio de temperatura empezó a cosechar los esperados comentarios. Nadie imagina que ocurre. La evaluación pasó a segundo plano. Y Abel como si nada.
Pasados unos veinte minutos un aroma a tela quemada empieza a rondar la habitación. Todos olfatean al aire pero nadie puede detectar de donde viene. Abel sabe que los tejidos de las cortinas han empezado a deshilacharse por el efecto del calor insoportable pero lejos de inmutarse sigue con el dedo presionando la salida del gas del encendedor que todavía parece tener mecha para rato. La profesora se levanta del banco, toda sudada la frente, y empieza a deambular por el aula, buscando el foco de incendio que nadie ve. Repentinamente una cortina del fondo empieza a quemarse y la chica que estaba sentada en el banco contiguo salta desesperada al encuentro de la profesora. Abel la mira y se sonríe, incrédulo. La profesora parece percatarse de la situación y se dirige hacia el banco de Abel y dice algo que Abel no escucha. Los labios de la profesora se mueven muy lentos, demasiado despacio, pero ningún sonido parece salir de su boca. Ya el fuego tomó las otras cortinas y empieza a expandirse por el lugar. Los chicos empiezan a salir del aula, como animales en pánico. La docente intenta decirle algo a Abel sacudiéndolo por los hombros pero los chicos se la llevan con ellos mientras Abel sigue mirando como llueve fuego sobre los bancos lindantes a las ventanas. "Cortinas de fuego" se dice al mismo tiempo que los primeros bancos se incendian.
A diferencia del resto Abel está tranquilo. Se toma su tiempo, se acerca lo más que puede a las cortinas y prende un cigarrillo, solo en el curso. Afuera, en el corredor, la gente mira para adentro por la ventanilla de los vidrios de la puerta, haciendo señas, con los ojos desorbitados y los brazos en alto. Abel asiente con la cabeza mientras se aleja del fuego con el cigarrillo en la mano y se sienta en su banco.
Cinco minutos después Abel abre la puerta del aula y sale al corredor mientras se sacude una pizca de ceniza en su hombro derecho. La gente en el pasillo intenta fijarse en el estado de Abel pero el humo del aula y las llamas del pizarrón dificultan un poco la visión. Antes de cruzar tira el cigarrillo donde debiese estar la tercera fila de bancos, ahora reducida a una saludable flama, no sea cosa que el castigo sea peor.