Mirar a Rosario es estar frente a esas preguntas magníficas, de esas que admiten todas las respuestas o ninguna. Recuerdo los primeros tiempos en que la conocí. Callada, reservada, observadora, no parecía una nena de once años. Es verdad, nunca fue igual a nadie, quizás por esa porfía tan suya de ser ella misma.
De esos tiempos recuerdo una situación en particular. Generalmente apremiado por los tiempos, llegaba a la casa de Rosario por la siesta con la intención de enterarme de las tareas previstas para esa semana, consultar novedades o buscar alguna cosa. Desde mucho antes de llegar a su casa yo ya anhelaba que Rosario me abriese la puerta.
Me gustaba pensar que me esperaba, tan acostumbrada a mis visitas, saludándome indiferente o fastidiada por haberla despertado de la siesta, poniéndome al tanto de quien estaba o no presente, del ánimo de Josecito o si tenía que pasar directamente al patio o a la cocina para encontrar a sus padres. Sin saberlo, Rosario me guiaba. Una vez dentro de la casa, me saludaba en la mejilla y yo sabía lo que tenía que hacer o donde se escondían esas cosas que siempre buscaba.
Históricamente siempre tuve afinidad con los niños, siempre me vanaglorié del hecho de que en quince minutos yo me ganaba la atención de cualquier pibe pero desde un primer momento supe que con esta niña no sería fácil. Tuve que esforzarme. Es que el privilegio de su atención dura sólo un momento, escasos segundos, y luego se pierde haciendo otra cosa, siempre más importante que lo que uno esté pensando. Hay que tener cuidado cuando se quiere hablar con Rosario, pocas cosas le llaman verdaderamente la atención, así que siempre hay que saber de que hablar.
Los riesgos del ridículo son una constante diaria. Ante una persona como ella se corre el riesgo real y concreto de quedar desubicado perpetuamente. Un solo gesto le alcanza para desbaratar cualquiera de tus argumentos. Una simple mueca de su boca sumerge a cualquiera en un mar de dudas. O simplemente una mirada basta para sentirte un estúpido ante una nena, sin entender verdaderamente como pasó lo que pasó o como llegaste hasta ahí.
Conciente de todo lo que pasa, Rosario se sabe única y lo ha aceptado. Y lo muestra en sus cuentos, en su manera de relacionarse con la gente, en la organización perfecta de la compra en el supermercado. Me gusta pensarla como un faro ante el azote de las olas, digna y serena ante el mundo que se licúa y se debate por las cosas más nimias. Mientras los demás encallan, Rosario observa y al decir del estilo del catalán se hace sabia con los errores ajenos. Rosario sabe que hay cosas más importantes, en las que el resto de los mortales no piensa, que merecen su atención y ahí se centra. Las otras cosas, las mundanas, las diarias, en las que uno se embrolla, no las piensa, simplemente las ejecuta, imperturbable, fría, rápida, como quien se saca la caspa del hombro. No vaya a ser cosa que le quiten el tiempo.
Las posibilidades son inmensas y son todas suyas, quien sabe que será Rosario en un futuro pero de una cosa estoy seguro: sea lo que sea, lo que ella elija, la mujer que será Rosario enloquecerá a los poetas y asustará a los hombres mundanos. Dirán cualquier cosa pero no podrán resistirse. No le será fácil. Tendrá que acostumbrarse. Pero le costará menos que a otras tantas que se pasan toda la vida negando lo que son y sufriendo por miedo a aceptarse.
Pueden que pasen muchas cosas, puede que todo lo que digo no se cumpla. Pero todavía falta bastante. Recién recién tiene trece años.