16 dic 2009

Notas sobre un éxodo

Por Ricardo Gutman

I
La hoja está amarilla por los años y a duras penas se pueden ver las caras en la foto. Incluso alguna mancha adorna la nota, dándole cierto toque místico a la información. El titular dice La Cooperativa de Viviendas para Ferroviarios de San Cristóbal adquirió 99 lotes de terreno y está publicado en El Litoral, sin fecha pero supongo que habrá ocurrido durante los años 70. La nota pertenece al decano del periodismo local, don Osvaldo Giussanni, y pude acceder a ella gracias a Enrique, quien me entregó hace unos meses unas carpetas que don Osvaldo armó hace tiempo sobre el ferrocarril en San Cristóbal y es la tercera parte de una colección de cinco tomos más un apéndice, todas llenas de fotos y crónicas de una ciudad que se extraña.
Responsable de la mayor parte de nuestra memoria, don Osvaldo hizo mucho más que periodismo pueblero. La nota me llamó la atención desde el vamos porque muestra algo muy poco común por estos lugares pero muy desarrollado en otros: una cooperativa. La organización de los trabajadores logró conseguir casi cien viviendas situadas entre las calles Bv San Martín, J.M. Bullo, Las Heras y Ruta 4 y dentro del corpus de notas es quizás una más entre tantas que demuestran la incidencia y la importancia estructural de una clase trabajadora que se reconocía como columna vertebral de una comunidad. Después de hojear los cinco tomos creo ver allí, en esa conciencia de sí, una punta, una débil hipótesis, un indicio, una posible explicación de lo que pasó después, cuando nos transformamos en algo que nunca esperamos.
Pero no siempre todo está registrado. Muchas de las cosas que han pasado, no todas, se reflejan en las notas de Don Osvaldo. Debo dar fe que hasta el momento no he podido acceder a la riquísima documentación que me falta conocer más que nada por pereza. Pero hay una historia que no logré encontrar en esos cinco tomos y que llegó a mí de manera casual, una tarde cualquiera, hará ya un par de años.
II
La primera vez que escuché lo ocurrido en 1961 fue de boca de mi madre y desde ese momento me comprendo mucho más. Quizás no sea mucho. Quizás no sea nada. Pero es historia mía. Es parte de mí. Porque se es mucho antes de ser, se es incluso mucho antes de estar, simplemente porque siempre hay una historia detrás de cada uno. Hay cosas que hay que honrar, esa especie de nobleza de sangre sin título, ese lastre que se nos da antes de nacer, que no determina pero configura. Hacerse cargo de nuestra historia, de la madera de la que se está hecho, ayuda a comprender, en gran medida, lo que somos. La decisión está en nosotros, en cada uno, continuar el legado. O traicionarlo.
La percepción del tiempo es, llegado el caso, absolutamente subjetiva y los sucesos importantes alteran sensiblemente esa construcción. Cuarenta días de lucha bien pueden parecer años. Durante un tiempo que el calendario se esfuerza en decir que fueron más de cuarenta días, Barrio Dho amanecía, cada día, despoblado. Acostumbrada a ver salir temprano las bicicletas camino al ferrocarril, la barriada se había visto diezmada de hombres y esas mismas bicicletas descansaban, ociosas, acostadas sobre alguna pared mal revocada.. De los hombres, nadie sabía nada.
Por lo menos eso le decían a los gendarmes las mujeres con los nenes abrazados a sus piernas mientras la autoridad intentaba requisar las casas que, quien sabe porque mágica intervención divina, se volvían castillos impenetrables. Mi abuelo paterno iba con los gendarmes a buscar a los trabajadores, como personal jerárquico estaba obligado a hacerlo. Nunca entendí muy bien eso. Debo dar crédito a lo escuchado. Me han dicho que el viejo se portó bien, cuando le decían que el trabajador en cuestión no estaba se pegaba la vuelta y se iba sin preguntar nada más. No era que no lo supiese, todos sabían donde estaban los ferroviarios, pero nadie delataba al compañero.
Mi otro abuelo, Ferrer, cambista, estaba escapado. Como la gran mayoría de las bases ferroviarias en el país, se había plegado al paro en resistencia al plan de desmantelamiento pergeñado por Frondizi vía Plan Larkin, que ya en ese entonces aplicaba criterios productivistas a los servicios públicos y desplegaba el Plan Conintes para tratar de amedrentar a los huelguistas. La dirigencia intentaba infructuosamente negociar con el gobierno y adelantarse treinta años en el tiempo e integrar el negocio del desguace del ferrocarril, por eso las bases tomaron las riendas del reclamo haciendo caso omiso de los líderes gremiales, parando cuarenta y dos días.
Muchas historias se han contado de esos días, de lo que quizás fue la primer gran movilización ferroviaria, como la heroica actuación de las mujeres de Laguna Paiva que en defensa de la fuente de trabajo incendiaron los vagones repletos de gendarmes que venían a romper la huelga con sus ropas bañadas en querosén. La de la república de Barrio Dho es una más quizás, pero que me toca de cerca. Si lo pienso bien, yo también soy resultado de eso.
Como en todo suceso, las interpretaciones son muchísimas, las visiones mucho más y las posiciones muchísimas menos. Acuciado por la curiosidad, los relatos que me llegaron de la boca de Ferrer un tiempo antes de fallezca, bastante aislados, bastante esporádicos, solo asumen peso, entidad, si se las inserta dentro de los testimonios colectivos, de los otros viejos del barrio que todavía están, dentro de una construcción social. Vaya mi humilde homenaje a ellos; para los que están y para los dicen que se fueron pero se quedaron en el pecho.

III
Los hombres se habían puesto de acuerdo y el barrio iba a plegarse a la huelga. Había que irse, los rumores de que la policía actuaría no eran infundados. Había que dejar la familia. Las mujeres se hicieron parte de la huelga y aguantaron estoicamente esos días donde la plata y la comida faltaban por todos los rincones. De noche partieron hacia los campos camino a Crespo, con pocas cosas a cuestas y los besos húmedos del llanto de la pibada en las espaldas. No eran los únicos. Otros grupos en la ciudad, en el barrio mismo, habían decidido hacer lo mismo pero en otros lugares.
Cuarenta y dos días en el campo. No podían estar sin hacer nada. Los tipos eran trabajadores. Y devolvían los favores. Cómo el dueño del campo los alojaba y les permitía cazar animales para ellos y para llevar a los hogares, le laburaban el campo, desmontando, manejando los tractores, arreglando alambrados. Las noticias llegaban una vez por semana, de la mano de don Chamorro, quien en su carro, bien tapadas, traía las cosas que los huelguistas mandaban a su casa y viceversa en unos cajones de manzanas que hacían las veces de buzones, siempre de noche, los domingos. Los besos de los pibes viajaban en carro hasta sus padres.
No eran los únicos, otros ya habían tomado la decisión y partieron en todas la direcciones. Esto no podría haberse consumado sin cómplices, que de hecho existieron. Tácitamente, la ciudad con venas de riel se volcó a la protesta. Un hermoso complot sobrevolaba las calles. Los comercios fiaron durante esos días a las familias de los ferroviarios en evidente y silencioso apoyo. En los cines se hacían colectas para los huelguistas. Nadie decía nada. Pero todos sabían dónde estaban.
Uno de los participantes del éxodo lo graficó muy bien: “Si usted iba camino a El Colonial podía ver tranquilamente donde estaban los ferroviarios porque en el medio del monte podían verse los faroles con los que nos alumbrábamos de noche”. Confieso que no me pude resistir al encanto de la imagen, los ferroviarios eran faroles en medio de la oscuridad de un monte. En mi exploración de testimonios pude ver alguna que otra foto del suceso, ferroviarios posando junto a un tractor, con el rostro sonriente. Percibí cierta sensación de seguridad en esos rostros. No podía ser menos. Lo que sobraba era apoyo.

IV
Mi abuelo nunca me contó la historia de la huelga del 61, de hecho tuve que sacarle a jirones algún dato, algún nombre, que me permitiera al menos imaginarme la situación, pero podía ver en el pecho el orgullo de la proeza. La misma conducta la observé en casi todos los hombres con los que pude hablar, años después, el mismo brillo en los ojos. Algunos tenían recuerdos más fijos que otros pero todos recordaban básicamente lo mismo. Oficialmente la huelga duró 42 días; eso dicen los registros y los libros. Existen historias maravillosas sobre tamaña movilización a lo largo de todo el país, ejemplos de resistencia increíbles como así también las aristas desagradables. Basta mencionar el apellido Frondizi a cualquier ferroviario de más de setenta años para que los agravios empiecen a surgir. Cómo siempre pasa, una vez que se empieza a hurgar otras historias comienzan a salir, también cercanas. Hacer el ejercicio de imaginar esas bicicletas volviendo a salir de los portones ya le da otro sabor.
Quizás se pueda decir que no alcanzó, que semejante lucha no paró el avance contra el sistema ferroviario que terminó plasmándose treinta años después, luego de otra huelga inmensa como la de 1991, con cómplices propios que se hicieron la fama de combativos en 1961 y que treinta años después entregaron en bandeja una historia. Y es que las luchas populares, sobre todo la obrera, está llena de traidores, propios y ajenos, esos que solapados dejan que las cosas pasen por esos resentimientos que se agrandan a medida que pasan los años. Pero también tienen muchos héroes. Lo más probable es que todavía quede alguno por el barrio, que todavía calienta el agua para tomarse unos mates bajo la sombra de alguna parra. Pienso en las historias que se ignoran, en las que no sé. Siento que las necesito porque a pesar de todo siempre son un ejemplo.  Como la vez que los ferroviarios de Barrio Dho diezmaron el barrio.