Ricardo Gutman
Llegando a La Banda, 11 de Enero de 2011
El Tete cumplió años en el tren. Veintiocho. Feliz cumpleaños. Esperamos que sean las doce y lo felicitamos. A duras penas pude conciliar el sueño, el vaivén del vagón y el concierto de rieles no sólo dificultan el escribir sino también el sueño. Gran parte del viaje lo pasé mirando por la ventana hacia la noche, mirando la nada si se quiere, de vez en cuando las estrellas cuando el acrílico que escuda las ventanas deja ver, recortado, un pedacito del cielo. Dicen que le ponen esos protectores porque al pasar por las villas cascotean el tren. No sé si será verdad pero me dolió igual al escucharlo. Quién sabe.
El vagón dentro de todo estuvo tranquilo. Ya se sabe que los pibes son pibes y en viajes como estos se vuelven molestos. Pero podría haber sido peor si a los chicos de raros peinados nuevos la merca les hubiese pegado para adelante. Estuvieron tranquilos, incluso hasta durmieron. Yo preveía una noche de guitarreadas pero no fue así. A pesar de todo con suerte pude pegar un ojo, sueños de diez minutos como mucho, hasta que empezó a clarear. Adentro, por decirlo de alguna manera, es todo ruido.
Algo raro había en ese vagón, como si conociese a toda esa gente de algún lado, desde antes.
Antes de que el sol se anime definitivamente ya nos habíamos instalado en el comedor. Pedimos desayunos, yo un cortado con 3 medialunas y Cléber una lágrima con 2 facturas. No pude evitar y felicité al mozo por el equilibrio. Todos unos maestros estos vagos. Miro el reloj y calculé que más tardar al mediodía estaríamos en Tucumán. Todavía faltaban 5 horas de viaje para llegar a destino. Poco a poco nos vamos internando en el monte, los chañares todavía me son familiares. Me acuerdo del tipo de enfrente del vagón, que va a La banda con sus cinco hijos y su mujer. Fue ese tipo el que nos avivó en Rafaela, en la estación, cuando la gente empezó a amontonarse. Las horas previas antes del tren la discusión era ver que hacíamos, si nos tomábamos el cole o hacíamos dedo. Habíamos quedado en hacer dedo, hoy creo que nos hubiésemos tomado el primer cole de la terminal que nos dejase más cerca de Tilcara. Contradicciones de la vida si se quiere, demasiado pequebú para algunos, cansancio para otros, pragmatismo para otro resto. En esos momentos la aventura todavía estaba latente y si no hubiese sido por ese hombre nos hubiésemos tomado el cole. Con él organizamos la subida, el poco orden posible dentro de ese caos de horizontalidad pasajera sin boleto, sin seguro. El tipo sabía cómo eran las cosas.
Lo recuerdo en un momento de la noche armando los sánguches para toda la familia, sirviendo gaseosa, abriendo las mantas para que los pibes no tuviesen frío, retándolos cuando hacía falta si se ponían cargosos, comiendo último el pedazo más chico. En plena madrugada su nena se lastimó el dedo cuando fue al baño y el tipo fue el que corrió vagón por vagón buscando al médico. La nena lloraba el hombre se desesperaba. Lo imaginé changarín, peón de campo, albañil. Tenía las manos gastadas y duras cuando me fijé en él en el andén de Rafaela. El rostro también lo tenía curtido, de cejas anchas, ojos negros pero a diferencia de las manos había esperanza en esa cara, no sé, el convencimiento de alguien que sabe que las cosas van a mejorar. Lo imaginé un tipo madrugador, con sus vicios si se quiere, pero laburante.
El vagón vuelve a moverse y yo voy terminando el agua que pedí para que el café no me deje empastada la boca. Le pregunto al mozo en donde estamos. “Saliendo de La Banda”, me dice. Seguro que el tipo ya se bajó, pienso para adentro. Mientras volvíamos a nuestro vagón y nos alejábamos del comedor los pibes hacían cola en las piletas para lavarse los dientes. Cuando llegamos a nuestros asientos comprobé que el tipo y su familia se habían bajado. Puta madre. Me hubiese gustado saludarlo.