Ricardo Gutman
Era en Santa Fe, en la plaza Pueyrredón, vos me hablabas de miles de cosas y yo no escuchaba nada de lo que decías absorto en mirarte. Me gustaba escucharte cantar, me gustaba escucharte, y mirarte, acompañarte a tu casa cruzando el puente colgante o llegar de noche y dejarte un chocolate en tu buzón. Ya no hago esas cosas. Ya ni vergüenza paso.
Pero era en la plaza Pueyrredón te decía, que vos me hablabas de Morfología II si bien recuerdo y a mí me importaba un pito lo que me decías, yo solo repetía que el tipo era un hijo de puta, que te tendría que haber aprobado y fumaba un cigarrillo atrás de otro dándote la razón sin pensar en nada. No me importaba y por mí siempre tenías la razón chica del apellido limpio.
Hacía unos días no más había corrido unas treinta cuadras hasta Boulevard Gálvez para agarrar a tiempo un taxi que me llevase a tu casa y de ahí al Cine Auditorio de Ate, calculando la plata y el tiempo, todo sin avisarte. Quería que vieras El Pianista, y lo vimos, pero a mí casi me cuesta los pulmones.
Y después fuimos a comer unas hamburguesas y a tomar unas cervezas y vos te reías de mi torpeza porque cada vez que me movía se me caía algo. Yo estaba nervioso y vos te dabas cuenta y empecé a entender que entendías lo que pasaba y yo estuve al borde mismo de la peor borrachera de mi vida porque no dejaba de tomar cerveza mientras te miraba entre las burbujas que subían por tu cara. Y hablé de la película por el solo hecho de hablar de algo y porque siempre fui bueno hablando de películas. Tenía que hacer tiempo y entretenerte y hacía lo que podía. Y creo que después te besé pero no recuerdo bien porque no sé si pasó o me pareció a mí. Yo estuve en vigilia toda la noche. Sí, creo que te besé.
Pero volviendo, era en la plaza Pueyrredón, un domingo de otoño cuando Santa Fe no es tan insoportable y la plaza no estaba llena de los puestos de los hippies a los costados de los caminitos pero si llena de pendejos que jugaban en esos juegos estrafalarios que tienen las plazas ahora y de los vendedores ambulantes de pasta frola que te ofrecen una y mil veces la misma torta después de haberles comprado. Creo que compré una pasta frola y compramos agua caliente en la estación de servicio que estaba al frente porque a mí se me había destapado el termo que llevaba en la mochila y la mochila había quedado hecha un asco pero ni cuenta me di que me había quemado la espalda. No sé porqué pero los árboles del Boulevard eran muy verdes esa tarde.
Fue durante esos tiempos que aprendí a querer el Boulevard Gálvez, en esos trayectos nocturnos hasta tu casa que después quedaban en nada, esperando que bajes o que estés o que vuelvas de la facultad. Por ese entonces tenían la costumbre de prender las aguas danzantes y yo hacía tiempo hasta que vos llegases mirando como subía y bajaba el agua, tratando de encontrar la regularidad de los saltos y las combinaciones de los colores. Yo esperaba verte doblar por la esquina. A veces tenía suerte, otras iba directo a tu casa.
Yo no sé por qué era domingo y no estaba la feria de artesanos pero di gracias a esa ausencia. Yo creía que era el momento perfecto, ese que esperás y que armás en tu cabeza, ese donde todos los puntos se unen y tenés que poner lo que te queda, despojándote de esa dignidad y esa vergüenza y decir, decirlo sin mentir ni chamuyar.
Yo me reía para adentro porque pensé que estaba todo dado, todo configurado, y siempre me pasaba algo. Las oportunidades no se repiten mi reina, no se repiten, y eso lo aprendí muy bien. Y en busca de esa oportunidad fui a buscarte a lugares donde me sabía indeseable, como en La Llave, donde no me dejaban pasar por ser demasiado burgués, demasiado Franja, demasiado desubicado como para pedir un vaso en plena barra de un lugar donde se camina sobre envases de cerveza, toda la noche haciendo guardia en los bancos del Boulevard mientras las nenas de 15 años pasaban sin el menor escollo. No me arrepiento pero me cansé reina, que querés que haga. En ese entonces yo creía que el amor se merecía, que si hacías los méritos suficientes te quedabas con la chica, que todo sumaba, boludeces que se sumaban en algún lado y que a la hora de pesar pesan. Después me di cuenta que no era así, que las novelas existen en la tele y en la cabeza de los escritores que se animan a pensarlas, escribirlas, publicarlas y venderlas y que en realidad nadie lleva la cuenta y a nadie le importa. No es para dramatizar, simplemente es así.
Pero volviendo, te decía que era en la plaza Pueyrredón, que el día estaba hermoso, que abundaban los gorriones, los vendedores ambulantes y los pendejos en el arenero. Nos habíamos sentado en esos bancos del centro de la plaza donde las copas de los árboles no se juntan y dibujan en lo alto un círculo de cielo. Vos hablabas de Morfología II creo, yo me había bajado medio atado de cigarrillos dándote la razón sobre ese examen y sentía que se me iba el tiempo.
No sé porqué dejaste de hablar y me preguntaste que me pasaba, por qué miraba para arriba y yo te señalé el círculo de cielo entre las copas de los árboles y te dije una gilada, algo como que no importase, que pasara lo que pasara ese gorrión parado en la punta de unos de esos árboles iba a ir todas las mañanas, estés en el lugar donde estés, a contarte las maravillas de las cosas y a hacerte comprender que hay cosas mucho más importantes que un examen no aprobado y que ese gorrión iba a recordarte a mí y esa tarde en la plaza.
Y vos me miraste sin decir nada, te sonreíste y yo te besé. Era en la plaza Pueyrredón si mal no recuerdo pero no me prestes atención, es muy probable que esté mintiendo.