Ricardo Gutman
La siesta se pasó rápido, en el piso, tirado en una colcha, mirando películas infantiles y aburridas. Confieso que así y todo la cosa era bastante soportable pero cuando la casa se fue poblando después de la siesta larga el aire empezó a escasear. Un par de reproches después ya me encontraba en la calle, empezando a empaparme, ausente de rumbo pero con aire a discreción. Decidí tomar un café en cualquier lado (aquí cualquier lado es el centro) y me dirigí, sin pensarlo, a cualquier lado.
Una cortina gris cubría la ciudad. El viento se llevaba todas las intenciones. La lluvia, irregular y persistente, oscilaba en su intensidad. Luego de varias puertas cerradas y media hora de caminata entré en el único bar abierto.
Puertas, puertas, puertas. Adentro todo estaba inmóvil, quieto, como esperando a despertar. Los pliegues de los manteles se petrificaban a las patas de sus mesas planchados por el calor del ambiente, un color durazno dominaba el lugar y lo iluminaba todo. El aire, por costumbre, circulaba tranquilo empañando los bordes de los ventanales y el hogar crepitaba tímido, haciendo el aire más pesado de lo que estaba, marcando la diferencia entre el adentro y el afuera. Más por espectador que por exhibicionista me senté cerca de uno de los ventanales a mitad de distancia entre la puerta y el televisor. A mi izquierda se encontraba la barra que todavía estaba desierta. Afuera llovía con una porfía irreverente. El mozo llegó a mis espaldas justo cuando pasaba el primer auto de la tarde.
Pensándolo mejor, bien podría haber empezado esta historia unos instantes antes, en el momento en el que el mozo llega a la única mesa habitada del bar con el cortado espeso, humeante y orondo por mis espaldas; al fin y al cabo todos los domingos lluviosos terminan siendo siempre iguales.
Siguiendo la tendencia mecánica del día, todo se hizo automáticamente: la mano dejó el café y sus accesorios a la derecha del libro, tratando siempre de molestar lo menos posible, el libro se abrió al azar dibujando su página sobre el mantel. El bolso, deprimido, quedó a la vera de la silla, entre la silla y el ventanal. La lluvia empezó, lentamente, a empujar a las personas al lugar.
Los parroquianos, humedecidos, fueron entrando uno a uno, como arriados, hasta perderse detrás mío. Saludos conocidos y acostumbrados, cortos y efusivos, empezaron a invadir el ambiente, el ritual semanal de encontrarse y reconocerse, pensé, con una algarabía que no es tal: es difícil extrañarse aquí, en una ciudad tan pequeña.
El lugar fue hundiéndose sutilmente, un poco efecto del calor, un poco efecto de la gente. Preso de la inercia, yo también fui hundiéndome entre el humo del cigarrillo y el laberinto de la hoja; del ventanal solo quedaba un pequeño redondel, bastante irregular, sin empañar. Todo se fue apagando. Las palabras que antes revoleteaban entre las lámparas fueron cubriendo el piso del bar. Una inmensa gelatinosidad se fue apoderando del local. El humo del café parecía un copo de nieve suspendido en el aire.
No sé decir como corrieron los minutos, habremos estado así un tiempo imposible de medir, acostumbrados a esa quietud, a ese lento evaporarse. El grupo ya ni se hablaba, después de los saludos parecía no haber mucho que decir; todos conocían las rutinas de los otros, tan parecidas a las de uno mismo. Embobados miraban el televisor: la voz del relator, antes estridente, era una cosa amorfa y grave que luchaba heroicamente por hacerse un lugar en medio de esa maraña. Hasta que despertamos.
Uno de los últimos que entró, supongo, olvidó cerrar la puerta y la ventisca que se coló descomprimió el lugar: los manteles volvieron a oscilar sus pliegues, los ventanales se desempañaron en un instante. El ambiente, por unos segundos, volvió a inspirar y los reclamos repentinos y fulminantes no se hicieron esperar.
El piloto gris se levantó tranquilo ante el acoso de los reproches. Manso, sin mayores preocupaciones, se dirigió a enmendar el descuido, como si poco importara la súbita inundación de ese diminuto rincón que hacía las veces de recibidor del bar
Nunca entenderé porque pasan ciertas cosas, ni siquiera porqué existen las sorpresas. Un ínfimo deseo puede cambiar el curso de la historia y su responsable, desgraciadamente, quizás nunca lo sepa.
El sujeto volvió, indiferente, a su silla, pero los reproches no menguaron. Alguien dijo algo que todo el mundo festejó y sonó como un preludio, como una entrada, como una invitación. Ahí fue cuando la voz tronó y el lugar súbitamente pareció presa de un espasmo. Una sensación de corriente contenida, como una erupción de años en vano, de tiempo tirado en alguna esquina anónima de la historia, llena de autoridad inapelable, sacudió el bar. El lugar entero vibró como si fuera a demolerse y las voces cesaron de festejar lo que antes había causado tanta gracia. Las copas que colgaban de la barra tintinearon en un escalofriante meneo y los vidrios de los ventanales sacudieron su modorra. Una nube de humo oscura y lúgubre pareció colgarse del cieloraso. Las luces de las dicroicas se congelaron y pude ver a través de los ventanales lo que ocurría en la calle, vidrios afuera.
Fue demasiado evidente. El gentío detrás de mí no pudo percatarse de lo que vi, absorto como estaba en reponerse de la parálisis. Tartamudeaban, confundidos, respiraban de manera entrecortada; con miedo a responder. No di crédito a lo que veía, parpadear fue inútil.
Seco. Afuera estaba seco. El día seguía nublado y triste pero seco; seco como si no hubiera caído una gota en años, como si un hacha hubiera cortado de raíz la fuente del diluvio que hasta unos segundos atrás había molestado todo el día. El asfalto había vuelto a su gris opaco, las hojas de los árboles se habían fosilizado. Todo pasó en apenas unos segundos, en una eterna lentitud. Pude ver como volvían las gotas a caer sobre el asfalto, una a una primero, millones después empapando todo lo posible. Las cucharas empezaron a tintinear sobre los pocillos del café. Quise tomar mi café pero tuve que pedir otro porque estaba frío. Los otros, los de mi espalda, hicieron lo mismo que yo, repitiendo mi pedido, después que llamé al mozo. Para hacer más corta la espera me prendí un pucho y el resto de la tarde siguió así, con un cigarrillo atrás de otro y calculo que me habré tomado unos cuatro cafés. Adentro estaba lindo y no me quise mover porque afuera llovía como nunca. Los domingos lluviosos son siempre iguales.